sábado, 20 de septiembre de 2014

EL LOCO DE LOS BALCONES

Sala: Teatro Español Autor: Mario Vargas Llosa Director: Gustavo Tambascio Intérpretes: José Sacristán, Juan Antonio Lumbreras, Carlos Serrano, Emilio Gavira, Alberto Frías, Javier Godino, Fernando Soto y Candela Serrat Duración: 1.55' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Cuando se estrenó La Chunga, más de uno avisó, en tono ominoso, que aquélla era la mejor de las piezas teatrales de Vargas Llosa. Estamos apañados pensé entonces. Hemos visto después Kathie y el hipopótamo y, ahora, El loco de los balcones, y podemos hablar ya con cierto conocimiento de causa: sí, estábamos apañados.

La Chunga era un texto viejo como la tos, y la desnortada puesta en escena de Ollé no consiguió disimular sus carencias. Tuvimos mejor suerte con Kathie, aunque partiera de un texto peor. Magüi Mira se las arregló para oxigenarlo y acertó de pleno con los intérpretes. El teatro es un arte complejo, y a veces el resultado global salta airosamente por encima de los elementos cojos (algo parecido le pasa a Villa Puccini, ya les contaré). El loco de los balcones es, con diferencia, la peor de las tres. La dirección de Tambascio, un barrizal que hubiera sido más propio de los hipopótamos que de los balcones.

A partir de un personaje real obsesionado en la Lima de los cincuenta por salvar los balcones coloniales que la piqueta iba destruyendo, el escritor construye una historia familiar. Por puro amor filial, la hija del viejo profesor italiano sacrificará su juventud y se dedicará en cuerpo y alma a la cruzada, hasta que  -harta, pero harta, harta- sale huyendo cuando se le cruza la ocasión en forma de un apuesto muchacho que se enamora de ella.

Los dichosos balcones de Lima.
Vaya chapa. Todos de acuerdo en la
conservación del patrimonio, por Dios,
deje de repetirmelo.
Bien. Bien, si no fuera por un pequeño detalle. La trama familiar no sé si ocupará una media hora de los interminables ciento quince minutos de mi función. Bueno, concedámosle el beneficio de la duda. Pongamos curenta y cinco minutos de drama. ¿Y el resto? El resto son balcones. Repetición tras repetición de la mística, la épica y la estética de los balcones. Verborrea sin medida sobre la importancia del pasado para construir el futuro. Hasta el aburrimiento. Hasta la náusea. Todo al ralentí, entorpecido por toda suerte de obstáculos, como el primer monólogo del ingeniero. Morosas e interminables explicaciones. In-su-fri-ble. Me tropecé a la salida con una de las personas que más sabe de teatro en Madrid. Se acercó a mi oreja y me susurró "Estoy de balcones hasta el gorro, he estado a punto de subir al escenario ¡y quemarlos!". Porque, claro, no sólo se habla -sin mesura- de balcones: también llenan el escenario. Luego hablaremos sobre eso. Y del texto ya he dicho bastante, aunque el cuerpo me sigue pidiendo desahogo, cuatro días después de la amarga experiencia. Ahora que llevamos tres raciones, ya podemos decir que programar la obra dramática completa de Vargas Llosa fue una boutade absurda, sólo explicable desde la mitomanía o -lo que es peor- el desconocimiento.

Vamos con la puesta en escena. La escenografía podría tratarse de una gigantesca carcajada de Sánchez Cuerda, a quien le he visto cosas muy bien pensadas en otras ocasiones. Carcajada en forma de comentario metonímico que traslada sarcásticamente el empacho de balcones de la palabra a las tres dimensiones. Eso salvaría al menos el fondo conceptual, pero no, desde luego, su concreción fisica. Un enorme balcón a escala real se come la parte derecha del escenario (derecha del espectador). Las maquetitas de casitas con balcón sobre las que sienta Sacristán en la foto de arriba se comen la parte izquierda. De manera que el escenario útil queda reducido a unos cuatro metros. Y eso no es lo peor: lo peor es que esa disposición, con el superbalcón en escorzo, crea un flujo espacial en diagonal que contamina todos los movimientos en escena. Las salidas por la puerta con doble batiente en el foro o desde el hombro derecho quedan completamente descolocadas y deslucidas. Hay más balcones: maquetas pegadas en la pared del fondo. Lo único que funciona es el despachito funcionarial incrustado en esa misma pared.

Sacristán y Gavira, en la única porción de
escenografía que ayuda a la dramaturgia.
La música no mejora el panorama. Sorprendente, dada la trayectoria de Tambascio. Las entradas y las salidas se producen en momentos tan injustificados, que estuve pensando seriamente si no se estaría haciendo un lío el técnico. Los timbres son a ratos insoportables. Por ejemplo: uno cree oír una chirimía que resulta ser, vistos los créditos, un oboe. Etcétera. Por no hablar de las letras de las canciones: Los balcones son la historia, la memoria y la gloria... Sin comentarios.

Los intentos de animar el cotarro, penosos. Hay un grupo de entusiastas colaboradores del profesor, participantes en las manifestaciones de protesta y trabajadores voluntarios en las labores de restauración. Estos muchachos componen una pantomima detrás de una de las conversaciones de la chica y su (futuro) novio. Vestidos de obreros restauradores, máscaras incluidas. En otro momento, evolucionan en escena ataviados de forma incomprensible con casullas (o dalmáticas o lo que sean) y cascos de cruzados. Sobran las dos intervenciones.


Candela Serrat es de lo mejorcito de la función.

Lo peor (esto es lo peor que le puede pasar a una función; de hecho, es lo que diferencia siempre a una buena de una mala) es la completa falta de ritmo, la sensación prácticamente constante de que aquello no va a ninguna parte. Digo "prácticamente" porque en un par de momentos, zas, aparece el teatro. Uno, en la conversación de la chica con su pretendiente. Un ratito delicioso en medio del sopor. Es lo mejor de la función. Tampoco está mal la conversación del loco con el funcionario, aunque no a esa altura. Y ya tiene mérito desaprovechar a Sacristán y Gavira. La explicación final entre el profesor y su hija, que debería ser el colmo de la emoción, la puesta en evidencia de la profundidad del conflicto... pues justita.


Javier Godino
Dicho todo esto, los intérpretes están bien. A todos se les nota que saben lo que hacen. No vamos a desvelar ahora que Sacristán es un excelente actor, pero vaya racha que lleva: primero aquel ladrillo de Yo soy Don Quijote y ahora esto. A Candela Serrat no creo haberla visto antes: habrá que estar atentos, porque muestra seguridad y soltura como si llevara media vida subida a un escenario. En cuanto el director y el escenógrafo le dejan un hueco (figurado el primero, real el segundo) esparce un poco de vida entre tanta taxidermia. Gavira, como siempre de bien; este hombre es una máquina. Me gustó también Carlos Serrano, da el tipo de muchachote de mirada franca. Lumbreras, as himself; siempre le funciona. Me he estado exprimiendo las meninges desde el miércoles para recordar dónde me había encontrado antes a Javier Godino: resulta que fue en A, aquel engendro indefinible de Nacho Cano. Nadie puede ser juzgado por lo que allí hizo, sería como condenar a Shakespeare porque un día se cruzó por la calle con el verdugo de la torre (de Londres). Y la prueba está en el Español: Godino está muy bien, hace creíble un personaje encajado un poco a empellones en el texto. En resumen, Tambascio tenía un texto imposible y unos buenos actores. ¿Hubiera podido montar algo masticable? Quizá, eso pasó con Kathie. Pero el resultado es insoportable. 

Antes de terminar, tengo que darles un par de datos objetivos para que nadie me llame sectario. Primero: el público del estreno aplaudió puesto en pie y gritando bravo. Creo que por eso evito los estrenos como la peste. Segundo: Javier Villán le ha puesto CUATRO estrellas en El Mundo. Aunque, así como de paso, endiña el adjetivo de subsidiarias a las obras dramáticas de Vargas Llosa y afirma que ésta es la menos teatral de las tres representadas. También dice que le falta escribir una obra "de hoy". Bueno, no sé ustedes, lo que yo entiendo es más o menos lo que les he dicho, con dos estrellas menos. García Garzón le ha puesto tres en ABC, pero, eso sí, dice unas cuantas verdades con esa elegancia indolora que tan bien domina y que yo, ay, nunca sabré usar: "caídas de ritmo que la puesta en escena no galvaniza, pese al buen trabajo del excelente reparto"

Si no me creen, vayan a verla.
 P.J.L. Domínguez

           

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