Sala: Naves del Matadero Autor: Dimitris Papaioannou Directora: Pilar Castro Intérpretes: Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas y Alex Vangeli Duración: 1.45'
(la función ya no está en cartel)
La foto es de Julian Mommert |
El teatro (y la danza, y el circo, y la ópera, y el guiñol...) es un arte del tiempo, como la música. Esta frasecilla puede parece banal o inocente, pero es -nada menos- que la madre del cordero. Sirve para separar el grano de la paja, los justos de los réprobos, las churras y las merinas. Para que me sigan bien, les voy a poner un ejemplo de otra disciplina. La arquitectura es el arte del espacio. Hay que leer a Zevi para imbuirse bien de ese concepto. Todo lo que leemos sobre los estilos arquitectónicos griego, barroco, morisco o lo que quieran de un edificio, son consideraciones sobre su piel. Lo que cuenta realmente en la habilidad de un arquitecto es la organización de los espacios. El resto de habilidades que posea son comunes a la escultura: la disposición de las formas de la materia. Si les interesa este asunto, busquen un libro que se titula Saber ver la arquitectura.
Lo mismo cabe decir de las artes escénicas y el tiempo. No es el único factor, claro está, pero es el fundamental. Las artes escénicas consisten en contar algo de manera que el tiempo esté medido para producir un efecto formal satisfactorio. Ese efecto es muy fácil de detectar cuando está bien: nos parece que el tiempo ha pasado más rápido de lo habitual. El principio vale absolutamente para todo lo que sucede sobre un escenario, sea texto en estado puro, sea acción sin texto. Cuanto menos narrativo sea el invento, más difícil, claro está. Quiten el texto. Nos quedamos en el Cascanueces. Hay historia y son fragmentos cortos. Relativamente fácil. Ahora quiten el texto y quiten también la narración lineal convencional. Tienen varias opciones. Una es una música con una potencia formal tal, que apenas le hacen falta más apoyos para garantizar la organización del tiempo. Es el Bolero de Béjart-Ravel. Béjart no tuvo que aportar nada en absoluto a esa organización que ya tomó hecha. Otra cosa es la belleza visual de su aportación, que no tiene discusión. La otra opción, la verdaderamente difícil, es la de conseguir la construcción formal-temporal a base de elementos plásticos. Es un problema parecidísimo al que afrontó la llamada música contemporánea: organizar el tiempo sin recurrir a la tonalidad y a las formas clásicas convencionales. Ya saben cómo terminó, lleva unos decenios agonizando.
Eso es lo que Papaioannou ha intentado, y eso es lo que no ha sabido hacer. Si alguien tiene algo que contar y no sabe manejar los tiempos, debe escribir una novela. O, si tampoco tiene capacidad para la ficción, un ensayo. Si alguien tiene un talento plástico sobresaliente (concedo que en The great tamer hay talento plástico, aunque tampoco lo calificaría de sobresaliente) pero no sabe manejar los tiempos, debe dedicarse a la escultura (por ejemplo en forma de tableau vivant) o buscarse un colaborador que le asesore dramatúrgicamente. No es ningún desdoro, hay muchos coreógrafos que lo hacen, igual que muchos directores de escena se hacen ayudar por un coreógrafo.
Asistí sorprendido al espectáculo de medio teatro puesto en pie aplaudiendo. Esta sorpresa se ha visto mitigada porque aquéllos de mis conocidos cuyo criterio respeto me han dicho unánimente que apreciaron la belleza plástica, pero que "no hay relato", "no hay dramaturgia", "sobra media hora", "no hay emoción", "es bonito pero aburrido". Concedamos que es bonito. Si es aburrido, no alcanza el aprobado, como les decía en los párrafos anteriores. Y, si la han visto, les recomiendo un ejercicio sorprendente. Vean las fotos del espectáculo en la página de su autor. El resultado fotografiado es mucho más hermoso que el visto en escena.
Papaioannou trabaja en contra de su propia dramaturgia. Les pongo algún ejemplo. Bonito arranque, con dos personajes que tapan y destapan un cuerpo desnudo (una evidente alusión al Cristo muerto de Mantegna, hay mucha cita de ese tipo). Lo tapan y destapan MUCHAS veces. Tantas, que uno espera la resolución dramatúrgica del conflicto planteado: uno quiere taparlo, otro quiere destaparlo. Nada, no hay resolución. La cosa vuelve mucho después, pero tampoco se remata. Es un tic, nada se resuelve, regresa más tarde igualmente insatisfactorio. Otra. Un bailarín cubierto de escayolas y con muleta. Otro intérprete rompe una de las escayolas. Luego otra. Morosamente, regodeándose en la acción. A la tercera, ya hemos entendido que le va a quitar TODAS las escayolas. Y esta situación, en la que el espectador sabe lo que va a ocurrir durante los siguientes cinco o diez minutos, se repite constantemente. Otra. Hermoso el hallazgo del torso de mujer a caballo de dos piernas de hombres (de dos hombres distintos). Medio minuto de sorpresa lograda, porque después no hay el menor aprovechamiento del recurso. Va para aquí, va para allá. Ambos pies se calzan con zapatos de tacón. Pues bien, cuando el recurso reaparece, otra vez aparece el zapato de tacón. La intuición dramatúrgica exige dar alguna conclusión a esa reaparición del monstruo y de su coletilla del zapato. Nada, nos quedamos como antes. Otra. La música es el célebre Danubio azul sometido a diversas distorsiones, la más radical de las cuales es reducir el tempo a menos de la mitad del habitual. Esto es una ocurrencia. Puede funcionar un ratillo, pero para hacerlo discurrir los cien minutos largos del espectáculo necesitaba algún tipo de desarrollo. O sea, pasar de la ocurrencia a la idea. La palabra clave de todas las carencias es desarrollo. Todo se reduce a un muestrario de efectos hermosos o ingeniosos que se suceden sin trama.
El creador griego -de una teatralidad dominada por su formación plástica- es un maestro en vender la estética como un todo absoluto. ¿Pero es de verdad suficiente? ¿Qué ocurre cuando la belleza muestra sus límites, entrando en un bucle infinito? ¿Qué pasa cuando se agota el juego de identificar cuadros de la Historia del Arte o personajes de la mitología griego-romana (Ceres, Atlas, Saturno, Deucalión y Pirra)? Mientras el espectador está entretenido y funciona el efecto sorpresa se pasa por el alto que el movimiento es en muchos momentos un mero elegante gesto de transición hacia otra composición escénica. Hay excepciones, como la fuerza física aplicada sobre una coraza de yeso o la levedad de un soplo sobre un cuerpo flexible como un tallo, pero es un recurso en minoría.
En The Great Tamer (El gran domador), Papaioannou ofrece un festín de imágenes que con su abrumadora belleza subyugan al espectador... aunque el hecho de que no haya trama que seguir puede convertirlo en un banquete de comida china: muy vistosa pero poco nutritiva. Hay constantes referencias a la mitología griega, guiños al Kubrick de 2001: una odisea en el espacio (desde los acordes del Danubio Azul de Strauss a ese astronauta flotando con increíble ingravidez), o a lienzos de Mantegna, Courbet y Rembrandt. Respecto a este último, impresiona cómo convierte su lección de anatomía en un fiesta de vísceras.
Más momentos impagables: el lirismo con el que un bailarín rompe con sus abrazos una armadura de escayola; la lluvia de espigas que caen como si fueran flechas; las carreras desbocadas de hombres que se hunden en el escenario lunar o esos zapatos de los que crecen raíces... Pero, como se demostró con el divorcio de Brad Pitt y Angelina Jolie, hasta la extrema belleza puede cansar y la conexión entre todos estos inspiradísimos cuadros tiene un ritmo moroso y la cadencia del espectáculo más que hipnótica puede llevar a la somnolencia.
Lo mismo cabe decir de las artes escénicas y el tiempo. No es el único factor, claro está, pero es el fundamental. Las artes escénicas consisten en contar algo de manera que el tiempo esté medido para producir un efecto formal satisfactorio. Ese efecto es muy fácil de detectar cuando está bien: nos parece que el tiempo ha pasado más rápido de lo habitual. El principio vale absolutamente para todo lo que sucede sobre un escenario, sea texto en estado puro, sea acción sin texto. Cuanto menos narrativo sea el invento, más difícil, claro está. Quiten el texto. Nos quedamos en el Cascanueces. Hay historia y son fragmentos cortos. Relativamente fácil. Ahora quiten el texto y quiten también la narración lineal convencional. Tienen varias opciones. Una es una música con una potencia formal tal, que apenas le hacen falta más apoyos para garantizar la organización del tiempo. Es el Bolero de Béjart-Ravel. Béjart no tuvo que aportar nada en absoluto a esa organización que ya tomó hecha. Otra cosa es la belleza visual de su aportación, que no tiene discusión. La otra opción, la verdaderamente difícil, es la de conseguir la construcción formal-temporal a base de elementos plásticos. Es un problema parecidísimo al que afrontó la llamada música contemporánea: organizar el tiempo sin recurrir a la tonalidad y a las formas clásicas convencionales. Ya saben cómo terminó, lleva unos decenios agonizando.
Eso es lo que Papaioannou ha intentado, y eso es lo que no ha sabido hacer. Si alguien tiene algo que contar y no sabe manejar los tiempos, debe escribir una novela. O, si tampoco tiene capacidad para la ficción, un ensayo. Si alguien tiene un talento plástico sobresaliente (concedo que en The great tamer hay talento plástico, aunque tampoco lo calificaría de sobresaliente) pero no sabe manejar los tiempos, debe dedicarse a la escultura (por ejemplo en forma de tableau vivant) o buscarse un colaborador que le asesore dramatúrgicamente. No es ningún desdoro, hay muchos coreógrafos que lo hacen, igual que muchos directores de escena se hacen ayudar por un coreógrafo.
Asistí sorprendido al espectáculo de medio teatro puesto en pie aplaudiendo. Esta sorpresa se ha visto mitigada porque aquéllos de mis conocidos cuyo criterio respeto me han dicho unánimente que apreciaron la belleza plástica, pero que "no hay relato", "no hay dramaturgia", "sobra media hora", "no hay emoción", "es bonito pero aburrido". Concedamos que es bonito. Si es aburrido, no alcanza el aprobado, como les decía en los párrafos anteriores. Y, si la han visto, les recomiendo un ejercicio sorprendente. Vean las fotos del espectáculo en la página de su autor. El resultado fotografiado es mucho más hermoso que el visto en escena.
Papaioannou trabaja en contra de su propia dramaturgia. Les pongo algún ejemplo. Bonito arranque, con dos personajes que tapan y destapan un cuerpo desnudo (una evidente alusión al Cristo muerto de Mantegna, hay mucha cita de ese tipo). Lo tapan y destapan MUCHAS veces. Tantas, que uno espera la resolución dramatúrgica del conflicto planteado: uno quiere taparlo, otro quiere destaparlo. Nada, no hay resolución. La cosa vuelve mucho después, pero tampoco se remata. Es un tic, nada se resuelve, regresa más tarde igualmente insatisfactorio. Otra. Un bailarín cubierto de escayolas y con muleta. Otro intérprete rompe una de las escayolas. Luego otra. Morosamente, regodeándose en la acción. A la tercera, ya hemos entendido que le va a quitar TODAS las escayolas. Y esta situación, en la que el espectador sabe lo que va a ocurrir durante los siguientes cinco o diez minutos, se repite constantemente. Otra. Hermoso el hallazgo del torso de mujer a caballo de dos piernas de hombres (de dos hombres distintos). Medio minuto de sorpresa lograda, porque después no hay el menor aprovechamiento del recurso. Va para aquí, va para allá. Ambos pies se calzan con zapatos de tacón. Pues bien, cuando el recurso reaparece, otra vez aparece el zapato de tacón. La intuición dramatúrgica exige dar alguna conclusión a esa reaparición del monstruo y de su coletilla del zapato. Nada, nos quedamos como antes. Otra. La música es el célebre Danubio azul sometido a diversas distorsiones, la más radical de las cuales es reducir el tempo a menos de la mitad del habitual. Esto es una ocurrencia. Puede funcionar un ratillo, pero para hacerlo discurrir los cien minutos largos del espectáculo necesitaba algún tipo de desarrollo. O sea, pasar de la ocurrencia a la idea. La palabra clave de todas las carencias es desarrollo. Todo se reduce a un muestrario de efectos hermosos o ingeniosos que se suceden sin trama.
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Papaioannou es mainstream puro. La gira internacional del espectáculo, impresionante. Es muy difícil meterse con esto si uno tiene su vida (y, sobre todo, sus garbanzos) en este cocido de la danza contemporánea. Para mi sorpresa, en el gigantesco clamor crítico universal, cuyos ditirambos no bajan de "genial", he encontrado unos cuantos espíritus libres que, con algo más de tacto que el mío, vienen a decir lo mismo. Así que como mi corazoncito me exige compensar de alguna manera ese mal rato que pasé oyendo "bravos" a mi alrededor, les voy a copiar algún extracto (tienen los enlaces para leer las críticas completas).
Cuestiones universales como qué hacemos aquí, de dónde salimos y hacia dónde vamos, marcan el fundamento de este trabajo en el que Papaioannou parece querer responder: ni idea, pero mientras lo averiguamos, busquemos la excelencia artística entre tanta pesadumbre. Y en lo formal, la encuentra: con un gran dispendio imaginativo alrededor del recurso escénico (fundamental la escenografía marcada por un suelo móvil y orgánico que es también elemento para la dramaturgia) y con la impecable labor de los 10 intérpretes que configuran este trabajo de teatro físico (7 hombres y 3 mujeres, ellas con una presencia más anecdótica, casi ornamental, a veces). Pero la admiración a la que se predispone al espectador, en este fantástico ejercicio de apreciación de la belleza, e incluso identificación de la misma en conocidas obras de la historia del arte, que los intérpretes, criaturas de lo sublime, recrean en su supervivencia, no siempre conlleva a la emoción, y ésta última se encuentra solo por momentos. La mera contemplación de lo excepcional también contiene un tiempo de caducidad en su acción, y la hora y cuarenta minutos de duración de este trabajo (no ayudó el calor que se respiró en la sala), ensombrece el resultado escénico final.
Mercedes López Caballero
El creador griego -de una teatralidad dominada por su formación plástica- es un maestro en vender la estética como un todo absoluto. ¿Pero es de verdad suficiente? ¿Qué ocurre cuando la belleza muestra sus límites, entrando en un bucle infinito? ¿Qué pasa cuando se agota el juego de identificar cuadros de la Historia del Arte o personajes de la mitología griego-romana (Ceres, Atlas, Saturno, Deucalión y Pirra)? Mientras el espectador está entretenido y funciona el efecto sorpresa se pasa por el alto que el movimiento es en muchos momentos un mero elegante gesto de transición hacia otra composición escénica. Hay excepciones, como la fuerza física aplicada sobre una coraza de yeso o la levedad de un soplo sobre un cuerpo flexible como un tallo, pero es un recurso en minoría.
Juan Carlos Olivares Padilla
En The Great Tamer (El gran domador), Papaioannou ofrece un festín de imágenes que con su abrumadora belleza subyugan al espectador... aunque el hecho de que no haya trama que seguir puede convertirlo en un banquete de comida china: muy vistosa pero poco nutritiva. Hay constantes referencias a la mitología griega, guiños al Kubrick de 2001: una odisea en el espacio (desde los acordes del Danubio Azul de Strauss a ese astronauta flotando con increíble ingravidez), o a lienzos de Mantegna, Courbet y Rembrandt. Respecto a este último, impresiona cómo convierte su lección de anatomía en un fiesta de vísceras.
Más momentos impagables: el lirismo con el que un bailarín rompe con sus abrazos una armadura de escayola; la lluvia de espigas que caen como si fueran flechas; las carreras desbocadas de hombres que se hunden en el escenario lunar o esos zapatos de los que crecen raíces... Pero, como se demostró con el divorcio de Brad Pitt y Angelina Jolie, hasta la extrema belleza puede cansar y la conexión entre todos estos inspiradísimos cuadros tiene un ritmo moroso y la cadencia del espectáculo más que hipnótica puede llevar a la somnolencia.
José Luis Romo
Nota final sobre el talento plástico. Hay dos o tres momentos de gran belleza visual, es cierto. Pero no es menos cierto que también hay momentos Yllana: como el tubo flexible de aluminio o las piedras voladoras. Me gustaría hablarles de muchas más cosas, como el uso que se hace del desnudo, la proporción (y la asimetría) de hombres y mujeres en escena o los mecanismos de formación de la opinión estética y del gusto dominante entre los programadores. Pero hace -otra vez- mucho calor.
Ah, se me olvidaba algo: la escenografía de Tina Tzoka sí que es espectacular. Lástima que no se aproveche.
Ah, se me olvidaba algo: la escenografía de Tina Tzoka sí que es espectacular. Lástima que no se aproveche.
P.J.L. Domínguez
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