martes, 25 de junio de 2013

CELOS Y AGRAVIOS

Sala: Teatro Fígaro Adolfo Marsillach Autor: Francisco de Rojas Zorrila (versión de Liuba Cid) Directora: Liuba Cid Intérpretes: Vladimir Cruz, Justo Salas, Claudia López, Dayana Contreras, Luis Castellanos, Yolanda Ruiz, Rey Montesinos, Gabriel Buenaventura y Joanna González Duración: 1.30'


Vladimir Cruz, Claudia López, Justo Salas (abajo), Luis Castellanos, Gabriel Buenaventura, Dayana Contreras (abajo), Yolanda Ruiz y Rey Montesinos. Mephisto Teatro.


Donde hay agravios no hay celos fue, con Entre bobos anda el juego, la comedia más popular de Francisco de Rojas Zorrilla. Estamos acostumbrados a que el honor -el dichoso, puntilloso y picajoso honor español del XVII- sea, cuando no el desencadenante de la acción, al menos el elemento ambiental más destacado del teatro del Siglo de Oro. Lo que esta comedia plantea es tal acumulación de cuestiones de honor sobre el mismo personaje, que el efecto pasa a ser cómico. Cómico ahora, en su época debía de ser desternillante, cuando los espectadores veían en escena su propio código de conducta llevado a la exasperación. El pobre Don Juan de Alvarado se encuentra con que Don Lope ha matado a su hermano, ha deshonrado (traducción: se ha tirado) a su hermana y es sospechoso de andar trasteando con su prometida. ¿Qué debe primar en la conducta a seguir para lavar su honra? Demasiada ansiedad para una época anterior al Orfidal.




Resulta que, en su otra personalidad, Rojas Zorrilla estaba casi especializado en lo que González Cañal llama "gusto por las escenas truculentas y por infundir horror al espectador", con "situaciones ultratrágicas (fratricidios, filicidios, violaciones)" presentando "conflictos de honor muy poco comunes en nuestro teatro" (Cotarelo, citado por González Cañal). Vamos, que por una parte exprimía las posibilidades trágicas del asunto y, por otra, usaba la misma habilidad en el manejo de estos sofisticados códigos para provocar la risa. Mutatis mutandis, como el Muñoz Seca, santo patrón de este blog, de La venganza de Don Mendo. ¿No les parece que hay que ser un tipo listo y, sobre todo, creerse en el fondo muy poco todo el montaje para ser capaz de sacarle partido por ambos lados? Me cae simpático este Rojas. Y, encima, se me da un aire.



Los más asiduos quizá recuerden lo que les decía el otro día a propósito de La noche toledana y del mayor o menor grado de realismo o estilización en la interpretación. Decía allí que siempre toleramos un grado más de impostación en los clásicos que en el teatro contemporáneo, y que La noche toledana estaba, con la intención de refrescar su aspecto, un poco más acá de lo que acostumbramos ver. O sea: un poco menos declamada y un poco más natural. Pues bien, la versión de Liuba Cid de Celos y agravios se va al otro extremo, y es un contraste muy estimulante respecto a las puestas en escena que dominan en nuestro ambiente. Olviden cualquier aproximación al realismo. Cid, que es cubana, se ha dejado impregnar por la tradición del teatro bufo colonial, debajo del cual late la Comedia del Arte. O sea: todo es mohín, gestualidad que subraya cada una de las palabras, gesticulación ininterrumpida tanto del personaje que habla como de los segundos planos. Les he puesto un par de fotos que dan idea de lo que se trata.


Como es lógico, esta opción exige milimetrarlo todo. Los gestos y el movimiento de actores deben estar planeados y medidos para que el conjunto no parezca una chirigota de Cádiz. Ahí radica el mérito principal de un montaje en el que nada se sale de la orquestación y todo encaja con coherencia. Quizá esa misma sea la única pega: un cierto abuso ininterrumpido de la velocidad, la impostación y la gesticulación. Los contados momentos en los que la intensidad desciende se agradecen. No estaría mal espolvorear alguno más para esponjar un poco la masa. Brillan, por su excelente dirección, algunas escenas: las de conjunto en general y, por ejemplo, el intercambio de versos de la pareja central, con el clave en directo (electrónico, pero digno) intercalado.

La compañía, muy coherente en el registro elegido. Excepto el protagonista, claro está, al que le están dando todas en el mismo carrillo y que debe mantener una cierta seriedad que exige aligerar la carga de estilización. Suele ser una trampa mortal para galanes (hablamos en su día de este efecto respecto a Los habitantes de la casa deshabitada y La noche toledana), pero Vladimir Cruz sale más que airoso. No parece idiota, que suele ser lo que ocurre habitualmente. Les parecerá fácil, pero de fácil no tiene nada. Todos -y digo todos- están muy bien, y todos tienen algún momento de especial brillo, incluso los papeles con menos texto. Luis Castellanos esquiva peligros similares a los del protagonista. Claudia López y Yolanda Ruiz, casi en registro de muñecas mecánicas, en el punto justo entre pizpiretas, sorprendidas y desmayadas. Dayana Contreras, exhibiendo el desparpajo necesario para la criada descarada. A Gabriel Buenaventura dan ganas de verlo haciendo de Arlequín. Estupendo el criado de Justo Salas y ma-ra-vi-llo-so el precioso ridículo de Rey Montesinos, que compone un idiota memorable.


Mención aparte para el vestuario de Tony Díaz, del que algo aprecian en las fotos. No sólo es de una extraordinaria belleza plástica, sino que además participa, como es esencial en el vestuario de teatro, en la construcción de los personajes y de la idea global que se transmite al espectador. Respecto a lo primero: el rebuscado barroquismo de los trajes impide a muchos de los actores la libertad de movimientos. Bien resuelta como está la cosa, el impedimento contribuye a conseguir el estilo de gesticulación reseñado. 

Entré al Fígaro un domingo en el que lo que me pedía el cuerpo era quedarme en casa, y lo pasé pipa. La magia del teatro, ya saben.
P.J.L. Domínguez
           

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ánimo, comente. Soy buen encajador.