jueves, 13 de febrero de 2014

HÉCUBA

Sala: Teatro Español Autor: Eurípides (versión de Juan Mayorga) Director: José Carlos Plaza Intérpretes: Concha Velasco, José Pedro Carrión, Juan Gea, Pilar Bayona, María Isasi, Alberto Iglesias, Luis Rallo, Alberto Berzal, Denise Perdikidis, Marta de la Aldea y Zaira Montes Duración: 1.40'
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¿Puede una persona salvar una función? Puede. Se llama Concha Velasco y salva Hécuba. ¿Sería, sin ella, un desastre de función? Pues no, pero ni fu ni fa.

María Isasi
Intentaré no criticar nunca a alguien por eso de que su montaje "no aporta nada nuevo". Pero tenemos tan metido en la mollera el paradigma del progreso aplicado a las artes, que lo mismo en cualquier momento me despisto y me sale. Me parece perfecto el tipo de creador que llega a su estilo y se instala. Díganme si no qué hacemos con Vivaldi, que escribió cientos de veces el mismo concierto. Aunque, sin embargo, hay en esto un matiz importante a considerar. Lo digo para que no me recuerden este párrafo el día que tire por ahí. Una cosa es investigar el propio estilo (y he dicho Vivaldi como podía haber dicho Mies van der Rohe o Vermeer) y otra hacer galletas rancias. Ejemplo de lo primero: La danza de la muerte de Cortizo. Ejemplo de lo segundo: Doña Perfecta de Caballero. ¿Que dónde está la diferencia? Ya me gustaría a mí poderla poner por escrito. Si no nos gustaran las cosas inefables nos dedicaríamos a la tornillería, y no al teatro.


Hécuba no es una galleta rancia, pero ahora que ustedes y yo nos entendemos puedo decirles que no aporta nada nuevo. Vamos, que un poco antigüita y sin especial brillo de conjunto, aunque algunas cosas salgan bien paradas: María Isasi, una Políxena terrenal y felizmente alejada de los excesos de candor, el Ulises de José Pedro Carrión, la cautiva de Pilar Bayona. También destaca en un papel menor, y prácticamente mudo, Denise Perdikidis (la de la foto); acompañar la acción con gestos de dolor no esteotipados no es precisamente fácil, y tiene además un físico que parece hecho para Eurípides (bueno claro, con ese apellido, igual son primos). El vestuario de Pedro Moreno tiene su interés, y la iluminación de Toño Camacho y la música de Mariano García (con la excepción que mencionaremos más abajo) salvan algunos momentos. 

En el otro extremo de la balanza, Agamenón, Taltibio y, sobre todo, Poliméstor parecen estar a las órdenes de otro director: mucho más impostados, menos realistas que el resto. Hacen un extraño efecto. En fin, como les decía más arriba, es el conjunto lo que no da ni frío ni calor.


Peeero... pero en medio está la Velasco, y no hace falta más. Cada vez que abre la boca, todo parece articularse debidamente a su alrededor. No crean que le hace falta gesticular gran cosa para hacernos tragar que ha pasado por todo lo más horroroso que imaginarse pueda. No crean tampoco que está en modo "gran dama del teatro", un modo tan legítimo como otros y que a algunas actrices les rinde bien. No, está como siempre. Está como un bulldozer de la interpretación, que lo mismo puede con el dolor y la vejez de Hécuba que con unas medias transparentes y una escalera de revista. En pocas palabras: que si tenían tantas ganas como yo de ver a doña Concha en Eurípides, no se la pierdan, que no les va a defraudar.

Nota final: en este balance resumido en Velasco de miedo, la función en general peché peché, falta una cosa. Por Dios, que no canten. Les cuento. La protagonista está casi todo el tiempo rodeada por tres mujeres. Sí, ya sabemos que el coro cantaba en las tragedias (por cierto, y por si no lo saben: es estupefaciente, pero conservamos la notación musical de al menos un coro de Eurípides; o sea, que sabemos más o menos cómo sonaba, con bastante probabilidad). Aquí también cantan. Horrible. Bochornoso. Es lo peor con diferencia, le va a la función como a un Cristo dos pistolas. Y la Velasco, aguantando a pie firme con cara de póquer que los fragmentos cantados terminen.
P.J.L. Domínguez
           

martes, 11 de febrero de 2014

EL CABALLERO DE OLMEDO (PASQUAL)

Sala: Teatro Pavón Autor: Lope de Vega (versión de L. Pasqual a partir de F. Rico) Director: Lluís Pasqual Intérpretes: Laura Aubert, Javier Beltrán, Paula Blanco, Jordi Collet, Carlos Cuevas, Pol López, Francisco Ortiz, Mima Riera, Carmen Machi, David Verdaguer y Samuel Viyuela González Músicos: Pepe Motos y Antonio Sánchez Duración: 1.15'
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Francisco Ortiz (el malo), Pol López (el gracioso), Javier Beltrán (el chico) y Carlos Cuevas (el amigo del malo).

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Echando un vistazo a la cartelera de los últimos meses, estaría tentado de decir aquello de que los clásicos viven un gran momento: tradicionales, caribeños, infantiles, vanguardistas... Echando un vistazo a este montaje de Pasqual, que junta sobre las tablas a la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico y a la Kompanya del Teatre Lliure, diría lo mismo.


    Como en el flamenco, las sillas rodean el escenario desnudo, salvo por una pantalla al fondo. Como en el flamenco, toda la compañía observa desde su asiento las actuaciones de los demás. Falta sólo que jaleen. También hay flamenco-flamenco, con dos músicos de excelente rendimiento dramatúrgico. Pero las dosis no exceden de lo que podríamos llamar acompañamiento de la narración (tango incluido). 

La puesta en escena, salvo por estas licencias musicales y un par de discretas proyecciones, es puro texto e interpretación. Parece un taller de actores, pero sin el aroma final a taller que arruina tantas funciones. Los jóvenes actores muy en su sitio, sin excepción. Muy bien los protagonistas, Riera y Beltrán, y el gracioso, Pol Lopez. Espectacular Francisco Ortiz, al que ayuda el agradecísimo papel de supervillano. La Machi ya se sabe que no es de este mundo. Sustituye a la Sardá, y merecería la pena pagar dos entradas por verlas a las dos.

Y lo que no cabía allí: 

1.- La vi el domingo 9, y ya colgaban en taquilla carteles de "no hay entradas" para la semana siguiente. Carteles plenamente justificados, porque es una deliciosa función de Pasqual con un elenco joven en estado de gracia. Estaría tentado de decir aquello de que los clásicos viven un gran momento, decía en la crítica impresa respecto a los últimos meses. Pero es que en el momento en que escribo están en cartel, además del Caballero de Olmedo, La vida es sueño: el bululú, El lazarillo de Tormes, El pretendiente al revés, El buscón, La cena del rey Baltasar, El examen de los ingenios, Desnudando a los clásicos, Yo Quevedo, El perro del hortelano, Ensayando Don Juan y La vida es sueño. Todo más o menos literal o inspirado en el Siglo de Oro. Algo pasa.

2.- Sí, hay bastante flamenco, pero no es un espectáculo flamenco. Olviden cualquier recuerdo que tengan por ahí de óperas flamencas o similares. Tal y como se podía ambientar con Blonde Redhead, como hizo Vasco con otro clásico, o con lo que fuera, Pasqual ha optado por el flamenco, integrando a los músicos en la dramaturgia: interactúan ligeramente con quienes les rodean, detienen la acción con sus intervenciones... Se podía haber dado un batacazo de cuidao, porque el flamenco tiene una expresividad tan intensa que tiende a comerse todo lo que le rodea, pero le ha salido bien. Cuelan también los momentos en los que actores cesan de interpretar (es una convención, por supuesto, siguen interpretando como si no interpretaran) y la Machi (luego le tocará a la Sardá) se dirige al público. En el colmo de la licencia, se anuncia un tango, y David Verdaguer lo canta con texto con Lope. Y esto que, contado así, parece horroroso (Lope, flamenco... ¡un tango!) pues va, y también cuela, demostrando otra vez que en un escenario se puede hacer cualquier cosa que a uno se le ocurra, si se sabe encajar. A Verdaguer le bastan unas pocas líneas de texto y el tango para demostrar que es un actor con carácter. Tiene un físico y una mirada a los que les sentarían bien papeles de hombre atormentado. Creo yo, que estas cosas... Luego hace un musical cómico y resulta que está estupendo. También Viyuela se hace notar con poquísimo texto.



3.- La escenografía de Azorín es de ésas que parece que no están, pero está. Se da uno cuenta cuando las lámparas suben (lo siento, no hay foto). La pantalla de vídeo da menos juego que la que tiene puesta en Julio César. Si recuerdo bien, apenas se usa para indicar el sol refulgente de la corrida y la luna llena de la tragedia nocturna. Pero está bonita en esos momentos, aquí encima tienen una foto. Al vestuario de Alejandro Andújar le pasa lo mismo que al aire general de la función: está a un paso de parecer un taller de actores, pero afortunadamente se detiene unos centímetros antes y funciona.

4.- Como les digo a menudo, es difícil que los elencos numerosos estén equilibrados. Casi siempre hay alguien que cojea o que, simplemente, no pilla el registro general. Aquí no hay tacha, todo el mundo está bien. Además de los tres protagonistas, también los siguientes en relevancia: Doña Leonor (Paula Blanco) y Don Fernando (Carlos Cuevas). Aunque mis descubrimiento de la función son Pol López (ahí es nada, haciendo de gracioso con acento andaluz y no cansa) y Francisco Ortiz, un tipo con mucha fuerza. Por cierto: no hacía falta quitarle la camiseta, queda un poco forzado. Miren la multa que le ha caído a Jona.

5.- La Machi, ay la Machi. Tenía unas ganas locas de ver a la Sardá, a la que no he visto desde la gloriosa Bernarda Alba del mismo Pasqual. Luego sale la Machi, y es como si se le apareciera a uno la Virgen (mutatis mutandis). Se queda uno como cuando le preguntaban si quería más a papá o a mamá. No sé si veré a la catalana cuando retome el papel, pero puedo decirles que a la madrileña da gloria verla pasearse por el escenario, y por el papel, como Pedro por su casa. Que no se me ofenda ninguna de las dos, que todos somos muy raros para estas cosas, pero la veo yo de la raza de la Velasco: exactamente igual de eficaces con Shakespeare que con Guillermo Sautier Casaseca.

Nota final: me extraña tener que decir esto de vez en cuando. No puedo entender, por su propio interés, que haya actores / actrices jóvenes imposibles de encontrar en la red. Sobre todo si tienen actores homónimos (!).


P.J.L. Domínguez
           

jueves, 6 de febrero de 2014

ESCRIBA SU NOMBRE AQUÍ

Sala: Teatro del Barrio Autores: María Prado y Fernando de Retes Directores: María Prado y Fernando de Retes Intérpretes: Pablo Huetos, Rebeca Matellán, María Prado, Fernando de Retes y Fátima Sayyad Duración: 1.15'
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María Prado, Pablo Huetos, Rebeca Matellán, Fernando de Retes y Fátima Sayyad.
En esto de la crítica hay dos principios que a veces son difíciles de conciliar. El primero reza que cualquier espectáculo por el que se cobra entrada está sujeto a la crítica libre. El segundo, más bien una norma general de sentido común, que hay que tratar cada cosa como lo que es. O sea:  que no puede uno aplicar el mismo rasero a una superproducción del Teatro Real y a una función de guiñol para niños en un trastero. Como les digo, principios difíciles de conciliar, y cuestión más bien de matiz.

Viene el párrafo precedente a que Escriba su nombre aquí es el producto de unos jóvenes entusiastas que, como todos los jóvenes entusiastas desde que el mundo es mundo, buscan su lugar por donde pueden. En estas circunstancias es siempre desagradable tener que decir que han errado el tiro, pero alguien tiene que hacerlo, y a eso me dedico: intento fallido.

Escriba su nombre aquí es una colección deslavazada (en las dos acepciones del término: insulsa e inconexa) de pequeñas escenas banales y desprovistas de chispa. Es lo que tienen las dramaturgias de creación colectiva ("a partir de creación actoral" dice el programa de mano): el grupo es poseído por la Musa y, la mayor parte de las veces, termina, a base de retroalimentarse y autojalearse, en un planeta tan alejado de la realidad que los espectadores no sabemos después cuál es el camino para llegar a pillarle el punto al resultado. Le pasa lo mismo a gente de altísimo copete: recuerden Capitalismo. Hazles reír, el desastre mejor publicitado de la temporada. Aquí se salvan un par de cositas: la pareja inscribiendo a la recién nacida en el registro y el monólogo poético de Rebeca Matellán, que  no viene a nada pero que tiene su aquel.

Está bien dirigida en lo micro -cada escena se desenvuelve bien- y mal en lo macro -el espectáculo en conjunto no se sostiene-. No hay mucho margen para juzgar la interpretación, pero se aprecian destellos por aquí y por allá. Es perfectamente posible que sean buenos actores, creo que sólo conocía a Matellán que es, efectivamente, una excelente actriz. En fin, son jóvenes, pueden permitirse seguir intentándolo.
P.J.L. Domínguez
           

LA ESCLUSA

Sala: Teatro del Arte Autor: Michel Azama (versión de Ángeles Muñoz) Directora: Sylvie Nys Intérprete: Maica Barroso Duración: 1.05'
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Si es usted un estudioso del teatro y le suena Michel Azama, no se rompa más la cabeza: es el autor de una antología del teatro francés del siglo XX, de eso le suena. Si le suena como espectador, es por Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini. 

La esclusa (título original en francés, Le sas) ya era más vieja que la tos cuando se escribió en 1987, calculen ahora. Me viene al pelo la columna de hoy de David Trueba en El País, que cita al maestro Azcona cuando insistía en separar el tema de un guión de la calidad del mismo. Alguna vez les he hablado de refilón del teatro de buenas intenciones: ése que se centra en asuntos de primera magnitud social y humana. ¿Alguien en su sano juicio va a decir que le importa un bledo, por ejemplo, la trata de seres humanos? ¿O la explotación infantil? ¿O, como es el caso, la alienación de los reclusos en las cárceles? Pero hay que distinguir entre la pertinencia del tema y la calidad de la obra. Y ésta es un pestiño.

Un monólogo que pasa por... iba a decir "por todos"; dejémoslo en "por infinidad", de asuntos carcelarios, sin profundizar en ninguno. Si no ha pisado usted una cárcel en su vida y se viera en el brete de escribir algo, le podría salir esto sin necesidad alguna de los quince días que, al parecer, invirtió el autor para documentarse directamente con un grupo de presos. El texto recorre la relación entre las reclusas, el carácter de las funcionarias, el alejamiento del mundo exterior, la ruptura familiar, el drama del juicio, el peso del crimen... y todo lo imaginable, pero no contiene ni una línea memorable que le sugiera al espectador algo que no se le ocurriría a él solito. He hablado dos veces en mi vida con personas que habían estado en la cárcel, y les aseguro que la simple transcripción de ambas conversaciones resultaría mucho más interesante que esta colección de lugares comunes. Ya que menciono la expresión "lugares comunes": el cuadradito de cielo que se ve desde el patio, la puerta de la cárcel que se cierra tras el preso, la directora entre mandona y madre superiora, el policía amable que ofrece un cigarrillo, la presa suicida, los tiestos con plantas (a veces son plantas, otras veces ratoncillos o pajaritos)... es que no falta uno. Cuando la cosa derrapa hacia lo poético -que lo hace a ratitos- roza lo soporífero.


Respecto a la puesta en escena, hay que resaltar la extraordinaria traducción de Ángeles Muñoz, que ha escrito en un castellano perfectamente castizo. Nadie podría ni sospechar que el texto tiene su origen en otro idioma. Eso es lo mejor. Lo peor... Yo diría que lo peor es el vestuario, con esta pieza antológica que les reproduzco a la derecha, entre Star Trek y Alguien voló sobre el nido del cuco. Como uno sospecha desde el comienzo, el alarde de velcro facilita que la actriz se desvista hacia el final. Para mostrar, por cierto, una ropa interior que no tiene nada que ver con esto que se ha quitado, ni con el horrible vestido que se pone luego. ¿Es todo metafórico? ¿El nido del cuco quiere subrayar el parentesco entre la cárcel y la locura, la ropa interior con cinchas las ataduras internas y el vestidito ligero que hace aguas verdosas la esperanza que llega con la ansiada libertad? Vale, pero no hacía falta que todo fuera feo.

La dirección no está mal. No está mal en lo que concierne a la dirección de la intérprete. Otras decisiones -ya hemos hablado del vestuario-, como la de ponerla a bailar al final, son para salir corriendo. En ese momento abundan las miradas abochornadas del público hacia todas partes. Saben que doy consejos pocas veces, pero esta vez no me lo guardo: eliminen la coreografía. Y si, de paso, eliminan la canción de Bebe que, a mi modesto entender, introduce junto al vestidito verde un componente naif y de buenrollismo que destroza cualquier asomo de empatía que el texto haya podido conseguir hasta ese momento, pues mejor.

Maica Barroso está todo lo bien que se puede estar en medio de todo esto. Vamos, que si hay culpables de que los sesenta y cinco minutos se hagan pesados como una losa, ella no está en el grupo. Se ve detrás un trabajo inmenso de interiorización, está muy bien en los cambios de registro, es convincente. O sea, una buena actriz empantanada en un texto que no se merecía tantas fatigas. Una lástima.
P.J.L. Domínguez
           

miércoles, 5 de febrero de 2014

EL POLICÍA DE LAS RATAS

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Roberto Bolaño (versión de A. Rigola) Director: Àlex Rigola Intérpretes: Andreu Benito y Joan Carreras. Duración: 55'
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Ésta fue  fue mi crítica en la Guía del Ocio:

El protagonista de esta historia es sobrino de un personaje de Kafka, Josefina la cantora, una rata excepcionalmente dotada para la música. Esto no quiere decir que el relato sea kafkiano, ni mucho menos. Aunque su ambientación en una sociedad de roedores de alcantarilla le otorga rasgos inquietantes, no es eso lo más característico. Tampoco creo que lo fundamental sea la reivindicación del distinto, como mucha gente, incluido el director de escena, parece opinar.

 Yo veo más bien un tour de force puramente literario, una vuelta de tuerca a un género muy conocido –el del policía íntegro que no cede ante el cinismo del sistema- no exenta de extravagancia. Tampoco estaba exenta de extravagancia la monumental, por extensión y por calidad, 2666 que Rigola llevó a escena con estrepitoso éxito. Pasa ahora de lo más grande a lo más pequeño del mismo Bolaño.


   No se puede hacer más con menos. Dos actores: eso sí, dos actores como las copas de sendos pinos; una esencial, por reducida a la esencia y por fundamental para el montaje, escenografía de Glaenzel y Bonillo; casi invisibles, por discretos, vestuario e iluminación. Y el total suma una función antológica. Sugerencia: la rata de utilería merecería un indulto, como los ninots, y terminar sus días retirada en Almagro, en el Museo del Teatro.


Y lo que no cabía allí:
(si sólo le interesa la función, vaya directamente al II, donde la foto de Ratatouille)

I

Primero, una advertencia que quizá no esté de más. Mis dos formaciones de base son la música y la arquitectura. Las dos artes de la pura forma por excelencia. Aunque todos sepamos el alcance de un adjetivo como pura. Los Nocturnos de Chopin rezuman significados como un paquete de churros rezuma aceite. Y la pura forma de las apolíneas viviendas de Le Corbusier incluye bajantes para las aguas fecales. Por no decir que también transmite significados: vean si no alguna imagen que anda por ahí, con gente vestida como entonces vestía la mayoría (y no como la chica modernísima que él ponía en sus fotos) delante de una fachada recién estrenada. Trajes y edificio -objetos significantes, como todos los objetos- parecen salidos de planetas distintos. No encuentro la maldita foto.

En cualquier caso, y para entendernos, la música y la arquitectura no son artes semánticas como lo son las artes de la palabra, incluido todo el teatro con texto (si le gusta este pasatiempo de clasificar las artes, eche un vistazo a las páginas 78-79 de este documento). ¿A qué viene aquí que les hable de mi formación? A justificar que mi percepción de los artefactos artísticos es marcadamente formalista. Y a formular la hipótesis de que también la suya, amable lector, lo es también, quizá más de lo que sospecha. ¿Ha vivido en primera persona esa obsesión de los niños por ver docenas de veces la misma película? ¿O su exigencia de que los cuentos les sean narrados exactamente igual la infinidad de veces que los quieren oír? Es evidente que después de veinte pases de Blancanieves o Lluvia de albóndigas la historia ha perdido buena parte, si no toda, de su capacidad de atracción de la atención. ¿Qué sigue mirando el niño?


Bruno Bettelheim recomienda en el fantástico Psicoanálisis de los cuentos de hadas
usar siempre las versiones consagradas por la tradición, porque siglos de ensayos
garantizan la efectividad de su impacto psicológico (más o menos). O lo que es lo
mismo: porque han alcanzado mediante ensayo y error una forma perfecta.
¿Acaso los adultos no nos comportamos igual? ¿Cuántas veces vemos Hamlet en el curso de una vida? O, como diría Borges, ¿cuántos Hamlet nos quedan antes de morir? ¿Qué nos lleva a ver la película después de haber leído el libro? (recuérdenme que les cuente un día el chiste de las cabras). Un ejemplo, ahora en escena: en tiempos de Lope parece haber sido muy popular una cancioncilla: Que de noche le mataron / al caballero / la gala de Medina / la flor de Olmedo. Cuando Lope estrena El caballero de Olmedo todo el mundo sabe que al chico lo matan. O sea, que hay un spoiler universal, pero la gente paga entrada por ver la historia que ya conoce.
¿Cuántas veces la han visto?
Demos un paso más con las preguntas retóricas. Y permitan que me centre en el cine, porque el teatro siempre da una posibilidad de escapatoria en la respuesta: cambia la puesta en escena. Pero, ¿por qué estamos dispuestos a ver otra vez Lo que el viento se llevó o Atrapados en el tiempo (o sea, El día de la marmota) -por citar dos títulos fetiche- y no cualquiera de los infinitos pestiños que nos hemos metido entre pecho y espalda? Por ejemplo, Semen, la peor película de todos los tiempos. Creo poder establecer, a la luz de tantísima pregunta, que no es por la historia que nos narran. Matizo. También por la historia. Pero no sólo por eso, ni siquiera principalmente por eso. Reduzcan cualquiera de las citadas hasta ahora (desde Hamlet hasta Semen) a las cuatro líneas que caben en el resumen de la programación de televisión en un periódico. No se salva ninguna. Vamos a intentarlo:

El rey es asesinado por su hermano, que se casa con su cuñada viuda. El fantasma (!) del muerto confirma las sospechas del príncipe. Tras sus vacilaciones, todo se precipita, y príncipe, madre, padrastro y secundarios mueren.

A ver si aciertan esta otra, que es muy fácil:

Merced a los turbios manejos de terceros, él sospecha, infundadamente, que ella le es infiel. Acosado por los celos, la mata. Sí, es Otelo. Que nos plantea otra cuestión que subraya esta... llámemosla "subsidiariedad" de la historia respecto a otros parámetros más relevantes. ¿Qué pasa con los argumentos infames, como éste de "la maté porque era mía"? Hoy mismo leo en la prensa una descalificación del Curro Vargas de Chapí y Dicenta por ese mismo motivo. Pues estamos buenos, habría que tirar el 90% del canon a la papelera. Mi ejemplo favorito: Los tres mosqueteros. Una historia de un machismo y una apología de la prepotencia y la violencia vomitivos, en la que el único personaje que se salva desde una óptica actual es la mala. Muere arbitrariamente decapitada por los buenos (¡decapitada!, ¡por los buenos!), mientras clama por un juicio justo. A pesar de todo eso, una magnífica novela de aventuras.


¿Cuál es la diferencia entre Otelo
y un culebrón?
Agradezcan que hayamos resumido Hamlet y Otelo. Si resumimos óperas o, como parodió Woody Allen, argumentos de ballet ("Una música insufriblemente exquisita suena al levantarse el telón, y vemos los bosques en un atardecer de verano. Un cervatillo entra danzando y mordisquea lentamente unas hojas. Va con indolencia a la ventura por el suave follaje. Pronto rompe a toser y cae muerto."), resulta increíble que de semejantes bodrios hayan salido obras maestras.


¿No hay buenas historias? Sí, de vez en cuando salta una que, zas, tiene chispa por sí misma. Como ésa del profesor que en los años sesenta se fue a buscar a John Lennon. La chispa llama la atención, puede ser curiosa, enternecedora, trágica... pero se cuenta en dos minutos. Por eso la frase "tengo una idea estupenda para una película" es necesariamente falsa, siempre. ¿Cómo se pasa de ahí a la larga duración de una película o de una obra de teatro? ¿Por qué, en resumidas cuentas, viene a dar más o menos igual que la historia en sí sea o no impactante? Ea, vamos con la respuesta de una vez: porque lo importante no es QUÉ nos cuentan, sino CÓMO nos lo cuentan. Esto es válido también -es más válido si cabe- en esas narraciones que nos parecen un alarde de guión o de escritura teatral, porque ocultan hasta el final el quid de la cuestión y nos mantienen en vilo. Todos decimos "qué historia". Cuando deberíamos decir "qué escritor". El mérito no estriba en inventarse que doce personas se vengan apuñalando a un canalla en un tren, sino en contarlo de forma que nadie lo pueda sospechar hasta el momento de la revelación. O que la madre es la que está envenenando al niño, porque sufre un síndrome de Münchhausen (y, encima, alardear de ello en el título sin que nadie se entere). En una cosa tan complicada como el teatro, esto es verdad por partida doble: por el texto y por la puesta en escena. La archisabida historia del Caballero de Olmedo nos interesa otra vez en el montaje de Pasqual, pero no en otro.


Lúcido de Spregelburd. Cuéntela en orden lógico, como si se tratara de la vida de su vecina, y tendrá una triste historia como hay millones. Su autor la trocea, la pasa por la túrmix, la sirve revuelta, y deja a los espectadores con los pelos de punta.
Recapitulemos: ¿qué queda, si dejamos a un lado la historia? La forma. El cómo. Lo llamaría "la estructura", si la palabreja no nos llevara a un florido berenjenal. Eso es lo que mantiene al niño esperando a que llegue la frase aprendida de memoria, el desenlace mil veces oído. Eso es lo que nos hace ver otro sábado por la tarde más Lo que el viento se llevó, y no la espantosa película que están repitiendo en Antena 3 y que tiene un argumento parecidísimo en lo esencial. Eso es también -la forma- lo que nos permite soportar una hora de sinfonía o lo que nos hace admirar un edificio. Seguro que está usted más de acuerdo con estos dos últimos ejemplos (música y arquitectura) que con los anteriores. Desengáñese: en la literatura, el cine y el teatro le engañan las palabras, las palabras no le dejan ver el bosque. Lo que está debajo, lo que de verdad engancha, es la forma.


Trucos formales del Partenón.
(Francisco Ortega Andrade)
¿Qué ocurre con esta... cosa que estamos llamando forma o estructura? Que es inaferrable. Es analizable, comentable, exprimible; se pueden hacer hasta diagramas con la forma del Partenón, de Papá Goriot o de Damages. Lo que no se puede es explicar por qué Balzac da en el clavo, y cualquier otro no. Quien supiera explicarlo se haría rico de dos formas posibles: produciendo artefactos o enseñando a otros a producirlos. No se puede. Hay que tener otra cosa inefable que llamamos talento o genio para producir formas perdurables, pero nadie sabe de dónde ni cómo le salen. Esto produce una extraña paradoja: de lo más importante de las obras de arte se puede hablar hasta el infinito, pero no se puede pronunciar la palabra definitiva. De ahí mi definición favorita de arte: el cauce de comunicabilidad de las complejidades ininteligibles (cito de memoria a Jorge Wagensberg). Alguno de mis lectores ya se estará preguntando, ¿y entonces qué es la crítica? Yo soy de los que creen que, apartando el aspecto taurino (éste mal, el otro bien, vuelta al ruedo), la crítica es un género literario. Hablando mal y pronto: el teatro nos da un pretexto para hablar de cualquier cosa (de arte, de amor y de todo lo demás, diría el imaginativo traductor de Huxley).


Ni una maravilla como MBIG (que, si no han visto, deben ver de inmediato) se ha
librado de hacer explícitos paralelismos entre Macbeth y la actualidad que el
espectador hubiera entendido solito.
Esta imposibilidad de hablar de lo que realmente importa, hace que hablemos constantemente de lo que podemos. Por ejemplo, en los programas de mano. Por ejemplo, en los artículos de prensa. Los artículos, no las críticas, que de un tiempo a esta parte son en su 99% simples copias de lo que las compañías o los productores envían empaquetado en un dosier. Así, muchas veces resulta que lo más resaltado es... "el tema". A mi edad, sigo sin saber muy bien qué es el tema. Lo que entendí en BUP es que temas, lo que se dice temas, hay muy pocos: el amor, la muerte, la brevedad de la vida (variante del anterior, favorito de mi profesora de literaratura mucho antes de El club de los poetas muertos)... Ahora bien, en las presentaciones y críticas de obras de teatro, se encontrarán en lugar bien destacado temas como para componer floridos ramilletes: la pareja actual, la inmigración, la crisis, el maltrato, la opresión de la mujer... Hay una obsesión universal por atribuirle a cualquier cosa -hasta al más inocente juguete cómico- un "tema" trascendente. Por resaltar los aspectos ligados a "temas" de actualidad -y la crisis es el más machacón ahora mismo- en cualquier texto, sea de un trágico griego o de un sainetista de Albacete. Y no hace ninguna falta, porque si el espectador ve en escena una injusticia, o lo que sea, ya se encarga él solito de establecer el paralelismo con la realidad que le rodea, si no, las piezas de teatro terminan pareciendo un libro con más notas al pie que texto.


II
Ratatouille, reivindicación de lo individual, lo raro y lo extraño.
Hala, volvamos a El policía de las ratas, que ya es hora. Este ladrillo que les he propinado es la justificación de lo que digo en la crítica de la Guía: Tampoco creo que lo fundamental sea la reivindicación del distinto, como mucha gente, incluido el director de escena, parece opinar. Lo que dice Rigola en el programa de mano es exactamente esto: El policía de las ratas de Roberto Bolaño es un thriller, una historia detectivesca sobre la diferencia y el arte. Nada de esto es falso, pero -a la luz del rollo de más arriba- entenderán que les diga ahora que son afirmaciones de relevancia muy distinta. "Un thriller, una historia detectivesca" dice mucho, en mi modesta opinión, sobre lo que la función es. "Sobre la diferencia y el arte" no dice apenas nada. Recalca después Rigola la reivindicación de "lo individual, lo raro y lo extraño". Sí, repito, es verdad que todo eso puede encontrarse en Bolaño, pero es verdad respecto a tal cantidad de ficciones de todos los tiempos que no dice nada, es banal. Ejemplos: Buscando a Nemo, Los diez mandamientos, Ratatouille, Gigante, Priscilla reina del desierto, La noche de la iguana, El fantasma de la ópera, La bella y la bestia, El patito feo, Inteligencia artificial, Brokeback Mountain...

Ustedes dirán: ¿y por qué tanta importancia a esto que Rigola dice? Bueno, no crean que la tomo con él, es sólo un ejemplo. Ejemplo de un desvío conceptual en el que todos caemos alguna vez. El policía de las ratas no es un buen cuento o un buen texto teatral porque reivindique "lo individual, lo raro y lo extraño". Eso sólo supone que estamos ideológicamente de acuerdo con su autor (o no, que hay gente pa´tó). Y, sin embargo, como ocurre tantas veces, ése es exactamente el mensaje que transmite el comentario del director de escena, que coloca estas apreciaciones en el primer párrafo de la tradicional apología de la obra en el programa de mano. Ése es el subtexto: se trata de una obra excelente porque defiende al distinto. Pues no, de eso nada. Por todo lo que he dicho más arriba y por aquello que decía Azcona y que les recordaba a propósito de La esclusa: hay que separar el tema de un guión de la calidad del mismo. Ya ven lo que es un genio, a él le costaba una frase lo que a mí me cuesta una entrada infinita. 

El policía de las ratas es un texto excelente, porque narra una sucesión de hechos a los que la literatura y el cine nos tienen más que acostumbrados desde hace decenios -la búsqueda del asesino- de manera asombrosamente económica y eficaz, y suscitando una intensa empatía del espectador, tanto con el protagonista como con muchos de los personajes secundarios, cuyas fatigas vitales se adivinan, más que se saben, a través de frases colocadas como sin querer. Y porque, además, lo hace imponiéndose lo que en la crítica he llamado tour de force -qué quieren, no soy inmune a los tópicos- y que de forma más castiza podríamos decir que parece el resultado de una apuesta. ¿Qué te juegas a que soy capaz de suscitar empatía, comprensión y hasta preocupación por la vida de una panda de ratas apestosas?

La superproducción de 2666.

El policía de las ratas es una función excelente, porque Rigola, -que rodeó 2666 de un alarde escenográfico, de vestuario y de todo lo alardeable- ha sabido dar con la desnudez que un texto así precisaba para brillar. Y no crean que quitar es más fácil que poner, casi diría lo contrario. Dígale usted a la responsable de vestuario (Berta Riera) que quiere unas camisetas y unas americanas. Y a los de la escenografía (Max Glaenzel, que tiene una preciosa ahora mismo en El viaje a ninguna parte, y Raquel Bonillo) que quiten, quiten y quiten, y se queden con el suelo, las sillas y una bolsita de sangre... para que la ENORME rata muerta luzca como lo que es: un brillante engarzado en un anillo lo más sencillo posible. Y digan también al iluminador (August Viladomat) que haga lo posible para que el público olvide que había un iluminador. Ya me dirán si es fácil. 


Carreras y Benito.
Y luego siéntese con estos dos actores a poner en su sitio todas y cada una de las comas, todos y cada uno de los puntos. Lo de Joan Carreras y Andreu Benito (maravilloso abuelo en la Gata sobre el tejado de zinc caliente del propio Rigola) es una lección. Una lección impartida con sosiego, sin una palabra más alta que otra. Se podría haber prescindido hasta de los parlamentos dichos al micrófono, elemento de estilo que estuvo muy de moda en la vanguardia de hace diez o quince años, que tampoco es que moleste.

¿Me dejan terminar con una frivolidad tipo parecidos razonables? ¿No les recuerda Joan Carreras a Jake Weber, el de Medium?



 




La crítica de Jerónimo López Mozo.
P.J.L. Domínguez
           

lunes, 3 de febrero de 2014

JULIO CÉSAR

Sala: Teatro Bellas Artes Autor: William Shakespeare (versión de Paco Azorín) Director: Paco Azorín Intérpretes: Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta, Tristán Ulloa, José Luis Alcobendas, Agus Ruiz, Pau Cólera, Carlos Martos y Pedro Chamizo. Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)

Bueno, en el Bellas Artes no hay todo ese espacio para que la escenografía
respire, pero la cosa puede adivinarse.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


MAFIA 44 A.C.


Unos y otros no fueron, en  rigor, más que oligarcas mafiosos. Pero el debate sobre la legitimidad de asesinar al tirano, iniciado en la Antigüedad y que pasa por Tomás de Aquino, terminó por encontrar en Julio César un retrato de la lucha por la democracia. Así vemos a Bruto y a sus compañeros al menos desde la Revolución Francesa, y así los ha visto Azorín: gritando “¡Viva la República!”

    Él lo ha hecho casi todo –versión, dirección y escenografía- y todo bien. El resto lo han añadido igual de bien Yagüe (iluminación), Bomé (vestuario) y Orestes Gas (sonido). Aunque el mayor gancho de la función, esté, quizá, en la interpretación de tanto famoso. Gas está brillante, muy atractivo: es un César que flota por encima del mundo y al que apenas le hace falta enseñar un milímetro de colmillo. Peris-Mencheta, también brillante: mide la intensidad, llora lo justo y grita lo justo en uno de los monólogos más temibles de la historia del teatro desde que lo rodara Brando. Espectacular Alcobendas: gran parte de la función se sostiene sobre sus espaldas. Ulloa brilla algo menos, pero lo suficiente. Salvo un Casca pasado de vueltas, el resto bien. Me encantó Pau Cólera.

    Una pega: el escenario del Bellas Artes, justito. No deja ver, aunque sí adivinar, la hermosura que la escenografía ha debido de rendir en otros lugares.


Y lo que no cabía allí (las frases en negrita enlazan ambos textos; mejor leer primero aquello y luego esto para enterarse bien):

1.- Legitimidad de asesinar al tirano. Sobre este tema y sus ampliaciones -la rebelión contra cualquier poder ilegítimo- ha corrido tinta desde la Atenas clásica hasta los aledaños extremos de la teología de la liberación. Últimamente, desde el "no nos representan", se oyen muchos ecos por aquí. La cultura greco-romana, al menos una parte de ella, heroizó la actitud del tiranicida. Aquí al lado tienen a Harmodios y Aristogitón, que se llevaron por delante al tirano Hipias y que merecieron por eso el honor de ser representados en un grupo escultórico. Por mucho que el asunto, Tucídides dixit, fuera más de amores gays que de política. (En la foto, Harmodios es el imberbe y Aristogitón el de la barba) Ésa es la tradición que Shakespeare recoge, la de un noble Bruto (maravillosa expresión ambigua) cuya motivación no es otra que la de preservar la libertad de los ciudadanos y las instituciones de la República.

(Vean: a la izquierda, el noble Bruto; a la derecha, un noble bruto)

Sigamos, que se me va la olla.



En burdo y apresurado resumen, César vendría a ser un demagogo populista (y militarista), a un paso de convertirse en rey, algo a lo que la aristocracia romana tenía una alergia congénita. Mientras que Bruto y sus compañeros de rebelión querían mantener intacto el sistema republicano, diseñado para repartir la tarta entre los diversos grupos de poder, más o menos cambiantes y más o menos enfrentados según el momento. O sea que, hablando con propiedad, "demócrata" -en el sentido que damos hoy al término- no había ninguno. El paralelo que me parece más acertado con la actualidad es el de un equilibrio de familias mafiosas que, de pronto, se rompe por el ascenso de un padrino. Todos sabemos cómo termina eso. En Roma terminó igual: con una espantosa guerra entre "familias". En cualquier caso, el asesinato de César se convirtió en uno de los momentos fetiche de nuestra cultura, revestido de una relevancia desproporcionada respecto a su real peso histórico.

Una pequeña advertencia para cerrar este apartado. Si pasa por Roma y alguien le señala el emplazamiento del Foro donde estuvo el Senado diciéndole "ahí apuñalaron a César", algo que he oído docenas de veces a guías y espontáneos, está autorizado a responder "y un rábano". La reunión del Senado tuvo lugar en la curia de Pompeyo, un edificio situado entre los actuales Campo dei Fiori y Largo Argentina. Desde el primero aún se ven restos, convertidos en viviendas. El punto más probable del múltiple apuñalamiento debe de estar, por lo que dicen los que saben de esto, más o menos en el actual vestíbulo del Teatro Argentina. Por cierto, ríase usted de los informes forenses. Sabemos una por una las frases pronunciadas antes de la agresión, las puñaladas recibidas, cuál fue la mortal (la segunda), lo último que la víctima hizo (taparse púdicamente con la toga) y lo último que la víctima dijo: Tú también Bruto, hijo mío, o algo muy similar, según Suetonio en griego. Mira que hay que ser fino para morir hablando en griego. Claro que César tenía recuerdos de juventud asociados a esa lengua que quizá la vista de Bruto le renovaba, según dicen las peores lenguas.



Dicho todo esto, si la libertad y la democracia decidieron tomar a Bruto y sus compañeros por héroes, me parece muy bien. Están muy necesitadas de símbolos.


2.- Él lo ha hecho casi todo –versión, dirección y escenografía– y todo bien. Azorín, que ha hecho mucho y bien estos últimos años, demuestra otra vez que es uno de esos escasos creadores capaces de tocar muchos palos. De la escenografía, hablaremos más abajo. En cuanto a la versión y la dirección, tengo que empezar por decir algo, glups, difícil de decir: nunca he entendido muy bien la estructura dramática de la obra. Todo el mundo lleva siglos preguntándose, aunque no todo el mundo lo confiese, por qué se titula Julio César, si ese señor se muere nada más empezar. Es un detalle, pero un detalle revelador, porque lo más gordo que ocurre en la función es eso: que lo cosen a puñaladas. Es como si en los respectivos primeros actos se murieran Romeo, Julieta, Macbeth, Desdémona, Hamlet... o Don Mendo. Lo siento infinitamente por mi reputación, pero la longitud original de lo que queda desde el asesinato hasta el final me ha producido siempre un intenso efecto de anticlímax (o, en expresión más castiza, de cortapedos),. hasta con Marlon Brando y James Mason. Versión + dirección de Azorín = evitado el anticlímax. 




Si aún no la han visto, fíjense en los momentos inmediatamente posteriores a la muerte. Hay pocas cosas que un director de escena, o un productor que está arriesgando su dinero, teman más que a un muerto tirado en medio del escenario. Aquí, el asunto está perfectamente solventado, la tensión no decae en absoluto y se concentra, como debe, en la angustia de los homicidas, que no tienen ni idea de cómo va a terminar aquello. Y así hasta el final. La pregunta "¿qué hago ahora con este muerto?" está bien respondida también respecto a los demás cadáveres, aunque la respuesta quede un poco borrosa en el Bellas Artes. Como les decía, lo cuento más abajo.

3.- La interpretación de tanto famoso. Los primeros minutos hacen presagiar lo peor. Siempre les digo -no sé cómo no se aburren de leerme- que hay dos cosas muy dificiles de hacer en un teatro sin pasarse: correr y gritar. Si son a la vez, ni les cuento. Si es en el patio de butacas, enciende la luz de sala y vámonos. Gritar, porque a los actores les enseñan a hacerlo proyectando la voz y sin lastimarse la garganta, y el efecto es insoportablemente falso. Correr, porque no hay espacio, y hay que simular que uno corre mucha distancia y con mucha intensidad. Este Julio César empieza así, con casi todos corriendo y gritando por el patio de butacas, pero gracias a los dioses la cosa no dura nada. En seguida se convierten en actores.


José Luis Alcobendas (arriba en la foto) lleva la acción de la mano casi de principio a fin. Lo había visto varias veces, pero nunca tan bien aprovechado. Da aquí la talla de primer actor. De Peris-Mencheta (a la izquierda), ya he dicho que brilla en la interpretación. Hay que añadir que le acompaña admirablemente el físico. Sin perder esa energía casi animal que lo caracteriza desde joven, ha adquirido con la edad una rotundidad de formas -lo que antes se llamaba "plenitud de la virilidad"- que le ayuda a componer un Marco Antonio que, entre otras muchas cosas, debe parecer también temible. Pau Cólera, sibilino, pegajoso, repugnantillo, estupendo como Decio Bruto (ojo, éste es otro Bruto; en realidad se llamaba Décimo Bruto pero Shakespeare le cambió el nombre). Ulloa bien, con momentos de hondura convincente, pero sin alcanzar la altura del trío Gas / Alcobendas / Peris-Mencheta. Ruiz está tan por encima del tono general -sobreactuado, quiero decir- que no entiendo que no se lo diga hasta el acomodador.

4.- El escenario del Bellas Artes, justito. Quien no supiera que la escenografía está diseñada para un espacio más amplio podría decir que está apelotonada. Lo está, desde luego, pero vean la foto de arriba del todo y comprenderán que ha debido de resultar estupenda donde cabía. Aquí da algunos problemas, no ya en el aspecto visual, sino también en el movimiento de actores. En algún momento, parece milagroso que no se maten con las sillas. Es peor cuando empieza a haber muertos en pie: el deambular del fantasma de César da un resultado torpón, y cuando también los demás cadáveres se ponen en pie hay demasiado muerto para tanta silla y tanto trozo de obelisco roto. Sí, son peras y manzanas, pero en teatro se pueden sumar. Estoy seguro de que, con más aire alrededor, parecían menos muertos.




5.- Nota final para el vestuario de Paloma Bomé. A mí me gustó mucho. Todo grises, con añadidos distintos en cada traje: cremalleras, tiras de cuero... tendiendo ligeramente a lo militar o al fascio. Ligeramente, ahí está el acierto. Por encima, unos echarpes que rememoran la toga. Y la capa que le ven a César en esta foto de arriba. Simple, elegante, efectivo. Y, ahora que lo pienso, coherente con lo poco (digamos nada) gay que es la puesta en escena. Era difícil, ¿no? Tanta testosterona en escena (la versión elimina a las mujeres), tanta amistad a la romana... y ni rastro. 

La crítica de Marcos Ordóñez
P.J.L. Domínguez