Sala: Matadero Autor: Fernando Arrabal Directora: Corina Fiorillo Intérpretes: Fernando Albizu y Alberto Jiménez Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)
Que me perdonen filólogos y exégetas, doctorandos y catedráticos, críticos y directores de escena, llegados al teatro mucho antes de que a mí me diera por soltar lo que se me pasa por la opinión y, en la mayoría de los casos, con mucho más conocimiento que yo. No veo por ninguna parte las pretendidas virtudes del texto. No le niego el mérito exclusivamente literario, leído en la soledad del confortable sillón de casa debe de ser otra cosa. ¿Representado? Noventa y cinco minutos, en esta versión, de bostezo ininterrumpido.
¿Encontraría algún testigo que declarara a mi favor? El crítico de La Nación apenas osó decir "al texto, a su estructura, se le notan los años, y no está mal". Eso, y otra cosilla que encontrarán en un enlace más abajo, resulta escaso contrapeso para tanto partidario: Ordóñez asegura que éste es su texto favorito de Arrabal. Es posible que también el público testifique a mi favor cuando tengamos los datos de taquilla. ¿Puedo aportar alguna prueba ante este tribunal? Una: hace casi cuarenta años que no se representa la pieza, al menos por compañía de envergadura suficiente para dejar memoria (luego siempre sale un grupo universitario de Lugo que resulta que la montó). Tiene que venir Pérez de la Fuente, denodado defensor de las corrientes de vanguardia histórica de nuestro teatro (y luego le llaman conservador), y encargarla. ¿Dónde está por tanto toda esa gente que asegura que estas cosas de Arrabal son la bomba a la hora de elegir textos para montarlos? ¿Por qué no los hacen? Alguien estará pensando en contraejemplos, y en el más evidente de todos: El público. Pero casi no hace falta decir que los motivos de la etapa subterránea del Lorca vanguardista fueron muy otros y que, ahora mismo, El público ha alcanzado el estatus de algo así como el examen final para optar a la plaza de Gran Director de Escena. Nada que ver.
En fin, no seré yo quien niegue -contra el mundo- los méritos de Arrabal y, sobre todo, su condición de figura paradigmática de un momento histórico, pero a El arquitecto y el emperador de Asiria no le encuentro por ninguna parte los delicados equilibrios, las estructuras ausentes pero intuidas que requiere un texto teatral que abandona las convenciones narrativas. Que se lo digan a Jarry, a Beckett, a Pinter o al ya mencionado Lorca. En la sesión que me metí anoche entre pecho y espalda, apenas dos destellos de drama, de algo que ocurre, de un estímulo que exija la atención de nuestros mecanismos de percepción: el monólogo del petaco (que Albizu borda) y la corta escena de "me iré a la otra isla", "no veo ninguna isla", "espera que quito la montaña" (cito de memoria). Luego llega el juicio, me dirán ustedes, eso es prácticamente una estructura dramática convencional. Sí, pero llega tarde, cuando el aburrimiento ya nos tiene a todos semimuertos y mirando insistentemente al reloj.
¿Y la puesta en escena? Pues no sé qué decirles. "No es posible", pensarán, "éste no calla jamás". Pues no, esta vez no sé qué decirles. Por una parte, esto de muevo el mueble, lo tumbo, enseño el culo, grito, cojo el cornetín, me revuelco entre los papeles... me parece un catálogo de arbitrariedades de imposible justificación. Por otra, me pregunto si cabe hacer otra cosa ante los casi cien minutos de texto imposible. Veo los súbitos cambios de estilo interpretativo - que los actores ejecutan de forma impecable- y una parte de mí los agradece, porque sacuden un momento el sopor, pero la otra me dice que es lo primerito que se lo ocurriría a cualquiera, que una dirección con más recursos habría encontrado otras opciones. Les dejo aquí el enlace a una crítica escrita tras la representación en Buenos Aires que opta por la primera de mis voces: ante un texto trasnochado ("tras un conveniente tamizado revela que lo único que queda en pie de aquellas tendencias es Samuel Beckett", luego me dirán a mí que soy un radical), la multipremiada Fiorillo habría acertado al tirar por el desparpajo. Así que no lo sé. Vayan y decidan, si se atreven. Y si alguno de ustedes es director de escena, ya nos contará si se le ocurren otras vías para levantar el cadáver.
Los que no me suscitan la menor duda son los actores, no creo que esto se pueda hacer mejor. Fernando Albizu, ya lo decía más arriba, da un auténtico recital en el monólogo sobre el petaco (o máquina del millón) y la existencia de Dios, mientras forcejea con unas medias, un corsé y una mesa. Es un hombre especialmente dotado para la farsa (estaba estupendo también en Trágala). Le veo siempre un trasfondo de sarcasmo vasco que lo emparenta con Gurruchaga, pero no me hagan mucho caso en estas cosas, en ocasiones veo... y todo eso. Alberto Jiménez es otro espléndido intérprete. No está teniendo mucha suerte en el teatro últimamente en las cosas que yo le he visto, pero se las arregla siempre para salir bien parado. Aquí está perfecto, habría que preguntárselo a Fiorillo, pero da la sensación de haber sido barro fresco en manos de la directora, plegándose a cualquier intención como un perfecto instrumento. Se me antoja que estaria bien verlos ahora a los dos en alguna otra cosa en la que el talento pudiera obtener mayores réditos.
Las fotos son de Carlos Furman |
¿Encontraría algún testigo que declarara a mi favor? El crítico de La Nación apenas osó decir "al texto, a su estructura, se le notan los años, y no está mal". Eso, y otra cosilla que encontrarán en un enlace más abajo, resulta escaso contrapeso para tanto partidario: Ordóñez asegura que éste es su texto favorito de Arrabal. Es posible que también el público testifique a mi favor cuando tengamos los datos de taquilla. ¿Puedo aportar alguna prueba ante este tribunal? Una: hace casi cuarenta años que no se representa la pieza, al menos por compañía de envergadura suficiente para dejar memoria (luego siempre sale un grupo universitario de Lugo que resulta que la montó). Tiene que venir Pérez de la Fuente, denodado defensor de las corrientes de vanguardia histórica de nuestro teatro (y luego le llaman conservador), y encargarla. ¿Dónde está por tanto toda esa gente que asegura que estas cosas de Arrabal son la bomba a la hora de elegir textos para montarlos? ¿Por qué no los hacen? Alguien estará pensando en contraejemplos, y en el más evidente de todos: El público. Pero casi no hace falta decir que los motivos de la etapa subterránea del Lorca vanguardista fueron muy otros y que, ahora mismo, El público ha alcanzado el estatus de algo así como el examen final para optar a la plaza de Gran Director de Escena. Nada que ver.
En fin, no seré yo quien niegue -contra el mundo- los méritos de Arrabal y, sobre todo, su condición de figura paradigmática de un momento histórico, pero a El arquitecto y el emperador de Asiria no le encuentro por ninguna parte los delicados equilibrios, las estructuras ausentes pero intuidas que requiere un texto teatral que abandona las convenciones narrativas. Que se lo digan a Jarry, a Beckett, a Pinter o al ya mencionado Lorca. En la sesión que me metí anoche entre pecho y espalda, apenas dos destellos de drama, de algo que ocurre, de un estímulo que exija la atención de nuestros mecanismos de percepción: el monólogo del petaco (que Albizu borda) y la corta escena de "me iré a la otra isla", "no veo ninguna isla", "espera que quito la montaña" (cito de memoria). Luego llega el juicio, me dirán ustedes, eso es prácticamente una estructura dramática convencional. Sí, pero llega tarde, cuando el aburrimiento ya nos tiene a todos semimuertos y mirando insistentemente al reloj.
¿Y la puesta en escena? Pues no sé qué decirles. "No es posible", pensarán, "éste no calla jamás". Pues no, esta vez no sé qué decirles. Por una parte, esto de muevo el mueble, lo tumbo, enseño el culo, grito, cojo el cornetín, me revuelco entre los papeles... me parece un catálogo de arbitrariedades de imposible justificación. Por otra, me pregunto si cabe hacer otra cosa ante los casi cien minutos de texto imposible. Veo los súbitos cambios de estilo interpretativo - que los actores ejecutan de forma impecable- y una parte de mí los agradece, porque sacuden un momento el sopor, pero la otra me dice que es lo primerito que se lo ocurriría a cualquiera, que una dirección con más recursos habría encontrado otras opciones. Les dejo aquí el enlace a una crítica escrita tras la representación en Buenos Aires que opta por la primera de mis voces: ante un texto trasnochado ("tras un conveniente tamizado revela que lo único que queda en pie de aquellas tendencias es Samuel Beckett", luego me dirán a mí que soy un radical), la multipremiada Fiorillo habría acertado al tirar por el desparpajo. Así que no lo sé. Vayan y decidan, si se atreven. Y si alguno de ustedes es director de escena, ya nos contará si se le ocurren otras vías para levantar el cadáver.
Los que no me suscitan la menor duda son los actores, no creo que esto se pueda hacer mejor. Fernando Albizu, ya lo decía más arriba, da un auténtico recital en el monólogo sobre el petaco (o máquina del millón) y la existencia de Dios, mientras forcejea con unas medias, un corsé y una mesa. Es un hombre especialmente dotado para la farsa (estaba estupendo también en Trágala). Le veo siempre un trasfondo de sarcasmo vasco que lo emparenta con Gurruchaga, pero no me hagan mucho caso en estas cosas, en ocasiones veo... y todo eso. Alberto Jiménez es otro espléndido intérprete. No está teniendo mucha suerte en el teatro últimamente en las cosas que yo le he visto, pero se las arregla siempre para salir bien parado. Aquí está perfecto, habría que preguntárselo a Fiorillo, pero da la sensación de haber sido barro fresco en manos de la directora, plegándose a cualquier intención como un perfecto instrumento. Se me antoja que estaria bien verlos ahora a los dos en alguna otra cosa en la que el talento pudiera obtener mayores réditos.
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