Sala: Teatro Fernán-Gómez Autora: Julieta Soria Director: Yayo Cáceres (dramaturgia: Álvaro Tato) Intérpretes: Gloria Muñoz y Julián Ortega (músicos: Manuel Lavandera y Silvina Tabbush) Duración: 1.10'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que ya no está en cartel)
Hay mucho aquí dentro, bastante más de lo que uno espera a partir de la sinopsis: un encuentro entre Tirso de Molina y Francisca Pizarro, la hija del conquistador y de una princesa inca. Como siempre en el buen teatro, todo lo que está al fondo se metaboliza sin el menor esfuerzo. Los alegatos contra la discriminación –de género, racial, de clase– no acaban en panfleto, como tantas veces ocurre. Bien al contrario, el espectáculo se presenta como un objeto de divertimento, entretenido y amable, cuyas cargas de profundidad el espectador decodifica por su cuenta.
El estilo de Yayo Cáceres es bien conocido, pero es preciso subrayar que –de lo que le he visto– esto es lo más redondo. La pieza de Julieta Soria tiene el atractivo de bucear en nuestro pasado –siempre presente– americano, un filón de tramas que la ficción explota poco (y el término de comparación son las demás expotencias coloniales europeas). La mezcla de texto, música en directo y discretas licencias de humor actual e interpelaciones al público funciona de miedo, porque no en vano la encargada de llevarlo todo a puerto es Gloria Muñoz, que nunca ha dado puntada sin hilo. Su recital tiene el apoyo de Julián Ortega, otro que tal baila, actor todoterreno que las pone todas en su sitio. Excelente la música de Lavandera y Tabbush. En resumen, le alegran a uno la vida.
POR FIN, una foto que da idea cabal de todo. Es de David Ruiz. |
SI VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Hay mucho aquí dentro, bastante más de lo que uno espera a partir de la sinopsis: un encuentro entre Tirso de Molina y Francisca Pizarro, la hija del conquistador y de una princesa inca. Como siempre en el buen teatro, todo lo que está al fondo se metaboliza sin el menor esfuerzo. Los alegatos contra la discriminación –de género, racial, de clase– no acaban en panfleto, como tantas veces ocurre. Bien al contrario, el espectáculo se presenta como un objeto de divertimento, entretenido y amable, cuyas cargas de profundidad el espectador decodifica por su cuenta.
El estilo de Yayo Cáceres es bien conocido, pero es preciso subrayar que –de lo que le he visto– esto es lo más redondo. La pieza de Julieta Soria tiene el atractivo de bucear en nuestro pasado –siempre presente– americano, un filón de tramas que la ficción explota poco (y el término de comparación son las demás expotencias coloniales europeas). La mezcla de texto, música en directo y discretas licencias de humor actual e interpelaciones al público funciona de miedo, porque no en vano la encargada de llevarlo todo a puerto es Gloria Muñoz, que nunca ha dado puntada sin hilo. Su recital tiene el apoyo de Julián Ortega, otro que tal baila, actor todoterreno que las pone todas en su sitio. Excelente la música de Lavandera y Tabbush. En resumen, le alegran a uno la vida.
Y alguna cosilla que no cabía:
(si quiere saltarse el rollo y llegar directo a la crítica, pase de los cuatro primeros párrafos, puede leer desde "bingo")
Contra lo que casi todo el mundo opina, nunca -hasta ahora- había encontrado el punto a Cáceres. Me refiero a Yayo Cáceres, no a la capital homónima. No sé si se encuentran a menudo en ese brete de no entender nada de lo que ocurre a su alrededor. Yo acabo de repasar las opiniones sobre Crimen y telón que Ron Lalá tiene colgadas en su página y no abro la boca de asombro porque suelo evitar la sobreactuación cuando estoy solo delante del ordenador. Que si no... Se las copio:
Ron Lalá ha alcanzado la cima. El espectáculo es redondo. Cinco estrellas de obra maestra (Javier Villán, El Mundo) / Una gozada. Estos espadachines de la transversalidad trenzan lo culto y lo popular en un discurso divertidísimo (Juan I. García Garzón, ABC) / La compañía demuestra otra vez un talento sin parangón entre los nuevos creadores (Raúl Losánez, La Razón) / Los ronlaleros bordan el final más redondo de su carrera, que deja boquiabiertos a los espectadores (Marcos Ordóñez, El País).
A mí aquello me pareció tan, pero tan malo, y las opiniones ditirámbicas son tan unánimes, que tengo que admitir -siquiera como hipótesis- una aversión natural que tenga yo instalada en algún lugar de las conexiones sinápticas. ¿Saben lo que ocurre con el cilantro? Al parecer, un porcentaje de la población es incapaz de asociar su sabor con una sustancia comestible y le repugna de forma invencible. De ahí deriva su nombre, que aludiría en griego a su infecto olor. ¿Cómo sé esto? Aparte de mi tendencia a almacenar información inútil, porque me pasa a mí, y estaba harto de sostener ante impávidos consumidores de la hierba que aquello olía a limpiador industrial. Pues bien: tiene un motivo genético. El cilantro no huele ni sabe igual para todo el mundo. Lo mío con Ron Lalá debe de ser algo así, porque también Cervantina me pareció una tontería (ahora me agacho para esquivar las pedradas). Como esta tarde estoy un poco más pusilánime que de costumbre, voy a admitir que todo el mundo tendrá razón y que lo mío será genético. Una tara como cualquier otra. Ya batallaré otro día.
Todo esto viene a que me fui a ver Mestiza rogando a los dioses que me gustara. Alguna vez les he contado que mantener una constante opinión negativa sobre el trabajo de alguien puede resultar desagradable para el criticado, pero no lo es menos para el crítico. Ya saben, las lindes entre lo personal y lo profesional, y todo eso. Entré al teatro cruzando los dedos.
BINGO. Hay motivos objetivos para que la pieza me haya gustado (y bastante), a diferencia de los ejemplos citados más arriba. El texto es más... ¿diremos "serio"? Me encanta el teatro cómico (llevo una temporada empezando a considerar seriamente si los logros cómicos de la literatura no son superiores a los dramáticos), pero es obvio que la comicidad de Ron Lalá -me pasa lo mismo con José Mota- no atraviesa mis meninges. Rimas simplonas (no hay vacuna ni aspirina que quite la cervantina), slapstick por aquí, canciones naif por allá... Esto de Soria (tampoco es una capital, es Julieta Soria) se mueve en un terreno más realista, próximo a esos encuentros entre personajes históricos que tanto le gustan a Flotats.
Y, claro, el tema ha dado con una veta de oro. La riqueza simbólica de -nada menos- la hija de Pizarro y una princesa inca es difícilmente superable. Como apuntaba en la crítica en papel, el envoltorio del personaje está compuesto de muchas capas. En primer lugar, es una mujer en el siglo XVI, y no les tengo que explicar que la cuestión de la condición femenina está más en boga que Rosalía (afortunadamente). Después, un personaje de alcurnia situado en el centro de las tensiones y las luchas por el poder y la riqueza. Pero, además, es el testimonio hecho carne del choque de dos mundos: alientan en ella la respiración del conquistador y el conquistado, del ave rapaz y de la presa. Todo son contradicciones en el interior de Francisca. Orgullosa de ser una Pizarro y desgarrada por la pérdida de su madre. Castellana de la cabeza a los pies y nostálgica del quechua desvanecido entre las nieblas de la infancia. Todo eso se desprende del texto de Soria con naturalidad, sin la menor cercanía a la lección de historia o a la didáctica de la moral en la que se convierten con frecuencia este tipo de intentos. El humor, el sosiego, rezuman drama. En el buen rendimiento de los intermedios cantados (por cierto, qué bien canta Ortega) o de los paseos por la platea alguna parte tendrá tambien Álvaro Tato, a quien el programa asigna el crédito de la "dramaturgia".
La riqueza de lecturas y significados de un cataclismo de las dimensiones de la conquista de América tiene, ya lo decía en la Guía, una presencia extrañamente escasa en nuestra cultura. Me voy a poner bruja Lola. Hace más de veinte años le largaba a todo el que me quisiera oír que me parecía incomprensible el nulo uso que nuestra ficción televisiva hacía del pasado reciente (pongamos desde el XIX hasta mediados del XX), mientras en otros países europeos (Francia, Italia, Reino Unido...) se lo encontraba uno hasta en la sopa. Esa anomalía se acabó. Ahí tienen los puentes viejos, las acacias, las galerías Velvet, las chicas y los cables. Pues bien, el pasado imperial (por el que transitamos poquísimo desde aquellos tiempos de Alba de América, En Flandes se ha puesto el sol o Jeromín) debe de estar a punto de aterrizar en nuestro presente. He dicho.
Cáceres ha plantado esta historia en una escenografía sencilla y molona de Carolina González (sabe sacar partido a la sencillez, lo hizo en El mercader de Venecia de Vasco, muy bien iluminada por Miguel Ángel Camacho (un tipo que no patina nunca). Si no se fijan bien, lo que hace Gloria Muñoz les parecerá una cosa ligera y simpática. El RESULTADO es ligero y simpático, pero eso es siempre complicadísimo de lograr. El trabajo que se tiene que marcar no es ni ligero ni simpático, sino jorobado y meritorio. Siempre que la cito les enlazo El señor Ye ama los dragones, porque es uno de los mejores recuerdos de todo el teatro que llevo casi veinte años viendo en Madrid. No sé si saben que Julián Ortega es su hijo, y es de aplicación lo del palo y la astilla. También da la sensación de la fluidez, de la facilidad con la que todo sale. Talento y oficio.
Y, claro, el tema ha dado con una veta de oro. La riqueza simbólica de -nada menos- la hija de Pizarro y una princesa inca es difícilmente superable. Como apuntaba en la crítica en papel, el envoltorio del personaje está compuesto de muchas capas. En primer lugar, es una mujer en el siglo XVI, y no les tengo que explicar que la cuestión de la condición femenina está más en boga que Rosalía (afortunadamente). Después, un personaje de alcurnia situado en el centro de las tensiones y las luchas por el poder y la riqueza. Pero, además, es el testimonio hecho carne del choque de dos mundos: alientan en ella la respiración del conquistador y el conquistado, del ave rapaz y de la presa. Todo son contradicciones en el interior de Francisca. Orgullosa de ser una Pizarro y desgarrada por la pérdida de su madre. Castellana de la cabeza a los pies y nostálgica del quechua desvanecido entre las nieblas de la infancia. Todo eso se desprende del texto de Soria con naturalidad, sin la menor cercanía a la lección de historia o a la didáctica de la moral en la que se convierten con frecuencia este tipo de intentos. El humor, el sosiego, rezuman drama. En el buen rendimiento de los intermedios cantados (por cierto, qué bien canta Ortega) o de los paseos por la platea alguna parte tendrá tambien Álvaro Tato, a quien el programa asigna el crédito de la "dramaturgia".
La riqueza de lecturas y significados de un cataclismo de las dimensiones de la conquista de América tiene, ya lo decía en la Guía, una presencia extrañamente escasa en nuestra cultura. Me voy a poner bruja Lola. Hace más de veinte años le largaba a todo el que me quisiera oír que me parecía incomprensible el nulo uso que nuestra ficción televisiva hacía del pasado reciente (pongamos desde el XIX hasta mediados del XX), mientras en otros países europeos (Francia, Italia, Reino Unido...) se lo encontraba uno hasta en la sopa. Esa anomalía se acabó. Ahí tienen los puentes viejos, las acacias, las galerías Velvet, las chicas y los cables. Pues bien, el pasado imperial (por el que transitamos poquísimo desde aquellos tiempos de Alba de América, En Flandes se ha puesto el sol o Jeromín) debe de estar a punto de aterrizar en nuestro presente. He dicho.
Cáceres ha plantado esta historia en una escenografía sencilla y molona de Carolina González (sabe sacar partido a la sencillez, lo hizo en El mercader de Venecia de Vasco, muy bien iluminada por Miguel Ángel Camacho (un tipo que no patina nunca). Si no se fijan bien, lo que hace Gloria Muñoz les parecerá una cosa ligera y simpática. El RESULTADO es ligero y simpático, pero eso es siempre complicadísimo de lograr. El trabajo que se tiene que marcar no es ni ligero ni simpático, sino jorobado y meritorio. Siempre que la cito les enlazo El señor Ye ama los dragones, porque es uno de los mejores recuerdos de todo el teatro que llevo casi veinte años viendo en Madrid. No sé si saben que Julián Ortega es su hijo, y es de aplicación lo del palo y la astilla. También da la sensación de la fluidez, de la facilidad con la que todo sale. Talento y oficio.
P.J.L. Domínguez
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