Sala: Teatro María Guerrero Autor y director: Félix Estaire Intérpretes: Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias Duración: 1.15'
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Fíjense que la idea no está mal. Una final de baloncesto entre dos países recientemente escindidos. Un drama familiar inserto en el drama general. El resultado en las manos de un jugador que tiene a su hermano en la selección de enfrente. La relación del jugador con su padre.
Ahí termina la idea. Ahora, empiecen a imaginar todos los tópicos posibles sobre estos temas (del tipo ¿Qué es una frontera? o A veces los hijos no salen como uno hubiera deseado) y hagan que dos actores los repitan todas las veces que sean precisas para alcanzar unos setenta y cinco minutos de duración. Ése es el aburridísimo texto de Rapsodia para una hombre alto. Podría pasar como primer borrador, pero es imposible de soportar en escena en su estado actual.
Rapsodia está mejor dirigida que escrita, con recursos sembrados aquí y allá que distraen un poco (he dicho un poco, no se imaginen ninguna juerga):
* El movimiento de actores, bien coreografiado por Xus de la Cruz. Si olvidamos los remedos de paso procesional. Ahí tienen otro estilema (queda mucho mejor decir "otro estilema" que "otra bobada") que empieza a aparecer donde casa y donde no casa, como los famosos micrófonos. Cosas de las modas. ¿Un ejemplo en el que casaba? Los persas de Francisco Suárez. ¿Otro en el que uno pensaba en el Cristo y las pistolas? La balsa de Medusa. Me parece que si me pusiera a repasar programas de mano de los últimos diez años iba a encontrar docenas de apariciones de este efecto, con una aceleración en los últimos tiempos. Fíjense a partir de ahora, ya me dirán.
* La música, entre balcánica y, mira tú por dónde, de marcha procesional. Lo de balcánica viene al caso: la historia parece estar enmarcada en el proceso (huy, iba a decir "el procés") de escisión de las repúblicas yugoslavas, y se narran numerosos hechos producidos en el mundo del baloncesto y en aquel contexto. Lo de procesional no, pero eso tiene poca importancia, porque la música encaja bien y distrae un poco del sopor.
* La iluminación que, como los intérpretes, hace lo que puede por entretenernos; por ejemplo, concentrando el interés en la expresividad gestual: las indicaciones del árbitro, los tres lanzamientos decisivos, el diagrama en la pizarra del fondo... Aunque esto último precise comentario. El segundo personaje (árbitro/padre/entrenadores, luego les explico) dibuja en la pizarra un diagrama que representa las posibles variantes de futuro según el jugador enceste o falle cada uno de los tres tiros que le corresponden. A medida que se producen los lanzamientos, borra las posibilidades de futuro que se han desvanecido. Aunque, generalmente, cualquier elemento que permita al espectador prever lo que va a ocurrir es muy peligroso (estoy pensando en otra pizarra, la de Los miércoles no existen), es cierto que en esta función, proverbialmente aburrida, incluso este factor de previsibilidad resulta una distracción. Este comentario precisa de comentario. Hay contextos en que la previsibilidad es, no sólo adecuada, sino crucial: es el momento en que esperamos que al payaso le caiga encima el cubo de agua. Pero son los menos. Ponga usted una cosa cualquiera que vaya recordando al espectador cuántos eventos tienen que ocurrir de aquí a un rato, y se estará cargando algo esencial en las artes del tiempo: la sorpresa.
José Ramón Iglesias interpreta tres personajes: el padre del jugador y los entrenadores de ambos equipos. Esto último es, me parece a mí, un error del texto. Bastaba con uno, desde todos los puntos de vista: tanto para incluir este elemento siempre significativo del intérprete que se desdobla como para contar la historia. Es para presentar dos puntos de vista, claro está, pero no hacía falta. Ya les he dicho más arriba que en esta pieza todo se repite hasta la saciedad, lo que implica, entre otras cosas, que se minusvalora la capacidad de comprensión del espectador. El entrenador contrario no hacía ninguna falta para que entendiéramos todo lo que quieren que entendamos. Además, así como el binomio padre/entrenador está suficientemente diferenciado en la interpretación, los dos entrenadores se distinguen porque llevan gorra de distinto color. Mi acompañante, que no tuvo tiempo de mirar el programa de mano antes del comienzo, ni se enteró de que eran dos.
A Ignacio Jiménez lo había visto, al menos, en La cortesía de España y en La ola, bien en las dos ocasiones. También aquí está bien, yo creo que está capacitado para empeños de mayor altura, pero el texto es difícilmente defendible.
Dos cosillas más, y una observación, antes de terminar. La primera: hay un tema más, que no es explícito, pero sí evidentemente implícito. Durante buena parte de la función, a poco que uno se esfuerce ve la palabra CA-TA-LU-ÑA en el aire, formada por un ectoplasma que mana de las cabezas de los espectadores. Por supuesto, todo este asunto de países, escisiones, fronteras, banderas y colores de las camisetas de los jugadores suscita de inmediato entre nosotros esta cuestión. Olviden cualquier posibilidad de alguna reflexión de interés o enfoque poético novedoso. La segunda: a tenor de lo que el programa de mano dice, y de lo que me cuenta un conocido que asistió a otra representación, la función cambia según el protagonista enceste o no sus tres tiros. Una curiosidad.
La observación: aparte de sus propias limitaciones, Rapsodia para un hombre alto ha tenido la mala suerte de ser programada la misma temporada que Reikiavik, que tiene un parentesco evidente en el planteamiento. Ambas pretenden elevar a categoría y otorgar fondo alegórico a una competición. El parentesco termina ahí.
Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias |
Ahí termina la idea. Ahora, empiecen a imaginar todos los tópicos posibles sobre estos temas (del tipo ¿Qué es una frontera? o A veces los hijos no salen como uno hubiera deseado) y hagan que dos actores los repitan todas las veces que sean precisas para alcanzar unos setenta y cinco minutos de duración. Ése es el aburridísimo texto de Rapsodia para una hombre alto. Podría pasar como primer borrador, pero es imposible de soportar en escena en su estado actual.
Rapsodia está mejor dirigida que escrita, con recursos sembrados aquí y allá que distraen un poco (he dicho un poco, no se imaginen ninguna juerga):
* El movimiento de actores, bien coreografiado por Xus de la Cruz. Si olvidamos los remedos de paso procesional. Ahí tienen otro estilema (queda mucho mejor decir "otro estilema" que "otra bobada") que empieza a aparecer donde casa y donde no casa, como los famosos micrófonos. Cosas de las modas. ¿Un ejemplo en el que casaba? Los persas de Francisco Suárez. ¿Otro en el que uno pensaba en el Cristo y las pistolas? La balsa de Medusa. Me parece que si me pusiera a repasar programas de mano de los últimos diez años iba a encontrar docenas de apariciones de este efecto, con una aceleración en los últimos tiempos. Fíjense a partir de ahora, ya me dirán.
* La música, entre balcánica y, mira tú por dónde, de marcha procesional. Lo de balcánica viene al caso: la historia parece estar enmarcada en el proceso (huy, iba a decir "el procés") de escisión de las repúblicas yugoslavas, y se narran numerosos hechos producidos en el mundo del baloncesto y en aquel contexto. Lo de procesional no, pero eso tiene poca importancia, porque la música encaja bien y distrae un poco del sopor.
* La iluminación que, como los intérpretes, hace lo que puede por entretenernos; por ejemplo, concentrando el interés en la expresividad gestual: las indicaciones del árbitro, los tres lanzamientos decisivos, el diagrama en la pizarra del fondo... Aunque esto último precise comentario. El segundo personaje (árbitro/padre/entrenadores, luego les explico) dibuja en la pizarra un diagrama que representa las posibles variantes de futuro según el jugador enceste o falle cada uno de los tres tiros que le corresponden. A medida que se producen los lanzamientos, borra las posibilidades de futuro que se han desvanecido. Aunque, generalmente, cualquier elemento que permita al espectador prever lo que va a ocurrir es muy peligroso (estoy pensando en otra pizarra, la de Los miércoles no existen), es cierto que en esta función, proverbialmente aburrida, incluso este factor de previsibilidad resulta una distracción. Este comentario precisa de comentario. Hay contextos en que la previsibilidad es, no sólo adecuada, sino crucial: es el momento en que esperamos que al payaso le caiga encima el cubo de agua. Pero son los menos. Ponga usted una cosa cualquiera que vaya recordando al espectador cuántos eventos tienen que ocurrir de aquí a un rato, y se estará cargando algo esencial en las artes del tiempo: la sorpresa.
José Ramón Iglesias interpreta tres personajes: el padre del jugador y los entrenadores de ambos equipos. Esto último es, me parece a mí, un error del texto. Bastaba con uno, desde todos los puntos de vista: tanto para incluir este elemento siempre significativo del intérprete que se desdobla como para contar la historia. Es para presentar dos puntos de vista, claro está, pero no hacía falta. Ya les he dicho más arriba que en esta pieza todo se repite hasta la saciedad, lo que implica, entre otras cosas, que se minusvalora la capacidad de comprensión del espectador. El entrenador contrario no hacía ninguna falta para que entendiéramos todo lo que quieren que entendamos. Además, así como el binomio padre/entrenador está suficientemente diferenciado en la interpretación, los dos entrenadores se distinguen porque llevan gorra de distinto color. Mi acompañante, que no tuvo tiempo de mirar el programa de mano antes del comienzo, ni se enteró de que eran dos.
A Ignacio Jiménez lo había visto, al menos, en La cortesía de España y en La ola, bien en las dos ocasiones. También aquí está bien, yo creo que está capacitado para empeños de mayor altura, pero el texto es difícilmente defendible.
Dos cosillas más, y una observación, antes de terminar. La primera: hay un tema más, que no es explícito, pero sí evidentemente implícito. Durante buena parte de la función, a poco que uno se esfuerce ve la palabra CA-TA-LU-ÑA en el aire, formada por un ectoplasma que mana de las cabezas de los espectadores. Por supuesto, todo este asunto de países, escisiones, fronteras, banderas y colores de las camisetas de los jugadores suscita de inmediato entre nosotros esta cuestión. Olviden cualquier posibilidad de alguna reflexión de interés o enfoque poético novedoso. La segunda: a tenor de lo que el programa de mano dice, y de lo que me cuenta un conocido que asistió a otra representación, la función cambia según el protagonista enceste o no sus tres tiros. Una curiosidad.
La observación: aparte de sus propias limitaciones, Rapsodia para un hombre alto ha tenido la mala suerte de ser programada la misma temporada que Reikiavik, que tiene un parentesco evidente en el planteamiento. Ambas pretenden elevar a categoría y otorgar fondo alegórico a una competición. El parentesco termina ahí.
1 comentario:
Valiente crítica. Por eso no te la ha retuiteado el rapsoda. A mi también me pareció un auténtico coñazo de lo más previsible. Pero ya sabes como va la cosa en la era digital: publicidad de amiguetes, obra maestra, bla, bla, bla. Respecto del autor, creo que es un vulgar imitador, un quiero y no puedo. Y es la segunda vez seguida que copia obras catalanas. La primera, con el tema de los antidisturbios. Y ahora, había un precedente: una obra de teatro danza que se desarrolla en una cancha de basket. ¿Cuanto habrá costado del dinero público montar esta payasada? Prefiero ni saberlo.
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Ánimo, comente. Soy buen encajador.