martes, 28 de octubre de 2014

LAS NEUROSIS SEXUALES DE NUESTROS PADRES

Sala: Cuarta Pared Autor: Lukas Bärfuss (versión de Paula Sánchez de Muniain y Luis García-Araus) Directora: Aitana Galán Intérpretes: Carolina Lapausa, Lidia Palazuelos, Alfonso Mendiguchia, Antonio Gómez, Flavia Pérez de Castro, Fernando Romo y Vicente Colomar Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)

Las lineas del suelo y la mesa que se entrevé al fondo son toda la escenografía.
Un objeto poliédrico de aristas cortantes. No sé ni cómo cogerlo para no cortarme. A propósito de Luciérnagas les decía el otro día que no era una historia de discapacitado sino con discapacitado. Ahora se me ha desvanecido esa tranquilizadora capacidad clasificatoria. No sé muy bien si esto es una cosa, la otra o todo lo contrario. Hay funciones sobre las que puedo escribir en cuanto llego a casa de vuelta. Para otras, tengo que esperar al día siguiente. Ésta la vi hace dos días, y las cosas no se terminan de ordenar en mi recuerdo.

Hay un parentesco superficial con Málaga, del mismo autor, y que también dirigió Aitana Galán: en ambos casos hay dos personas que tienen que lidiar con su deber moral, con sus ganas de salir corriendo y sus complejos de culpa. Y una divergencia profunda: en Málaga nadie decía lo que pensaba, los deseos y las reflexiones iban por dentro. Aquí todo se dice, nadie se corta un pelo, las cuestiones más crudas se plantean crudamente. Por eso ha dado Galán en el clavo las dos veces: entonces con el realismo, ahora con el…  bueno, con lo que sea esto, que no realismo, desde luego. Los personajes deambulan por el escenario desnudo con una mesa por toda escenografía; se entrecruzan con otros personajes que no pertenecen a la escena que están representando y que anuncian el lugar en que se desarrolla la acción; actúan –sobre todo el médico, el señor fino y el jefe- en registros estilizados, impostados. El realismo de Málaga permitía entender todo lo que no se decía. El antirrealismo de Las neurosis permite soportar los parlamentos vitriólicos, las escenas que llenan de desazón, engarzándolos en una función que a veces parece que va a iniciar un movimiento centrífugo hacia el teatro danza, que se instala a ratos en la farsa y que roza en algún momento ligerísimamente, para salir corriendo de inmediato en sentido opuesto, el drama convencional. Género que el texto quizá permitiría –estoy pensando, y no sé muy bien por qué, en Münchhausen- pero que se evita concienzudamente desde el primer hasta el último minuto. ¿Demasiado vitriolo, demasiada desazón para un drama convencional? Sería interesante verla otra vez hecha de ese modo.

Después de escribir el párrafo precedente me he ido a husmear en internet, con éxito: hay una producción peruana evidentemente instalada en el drama. Los comentarios de director y actores -y la música que los acompaña- así lo corroboran. ¿Saben cuál parece el resultado? Un estrechamiento de miras de la función. Ahí mi trabajo de glosador sería mucho más fácil: la pieza reflexiona sobre la sexualidad de los discapacitados síquicos. La versión de Galán es tan enormemente más ancha y profunda, que no sé exactamente de qué va. Me he puesto después a buscarla en alemán: he encontrado una versión en Aquisgrán. Yo diría que drama. También una chipriota, en griego: lo poco que se ve parece más amodernado, pero realista. La de Galán va a resultar la visión más amplia de todas, ¿la verá Bärfuss? Sería interesante conocer la opinión del autor.

El de la derecha es Vicente
Colomar
Hay un mérito considerable en haber orquestado los registros interpretativos de los actores sin que el resultado sea una caja de grillos. Los impostados de manera más rebuscada son el señor fino y el médico. El primero (Vicente Colomar) se instala en un estereotipo para el que no encuentro mejor ilustración que el zorro de Pinocho. Quizá les parezca una referencia peculiar, pero la pareja de "il gatto e la volpe" es un lugar común de la cultura italiana, presente hasta en las conversaciones cotidianas, y ahora mismo no se me ocurre equivalente entre nosotros. Escríbanla en italiano en Google, y verán. El zorro es el paradigma del individuo meloso que oculta sus peores intenciones tras una pantalla de fingido refinamiento. Me hizo pensar también en El maestro y Margarita, aunque esto no lo tengo tan claro, porque la leí en la noche de los tiempos. Tengo que leerla otra vez, ahora que caigo. No se sabe muy bien hacia dónde va Colomar al principio, pero a medida que transcurre la historia se van viendo sus intenciones. Es un personaje endiabladamente difícil, imposible de despachar sólo con una condena moral. (He dicho "sólo", por si acaso) A pesar de la estilización brutal al que lo somete Colomar - y quizá sea "gracias a" en vez de "a pesar de"- entendemos al tipo. Sobre todo, por el contraste con los escasos instantes en los que se baja de ese pedestal de hipocresía y gestualidad coreografiada, que resultan -por contraste- rayos de luz sobre lo que yace en su fondo.

Fernando Romo es el médico. Otro tipo, y perdonen la expresión, pero me parece ilustrativa, flipante. Con un discurso en el que se mezclan la visión abierta -y bienintencionada- sobre el sexo, la voluntad de protección sobre Dora, sus propias filias y neurosis... y sobre todo una brutal contradicción entre lo que piensa, lo que vive y las condiciones sociales en las que se encuentra. Casi un ejemplo construido para ilustrar las reflexiones de Foucault y sus continuadores sobre el sexo. También Romo lo amanera hasta la exasperación, pariendo un señor de comunicación... contrahecha, diría yo: no hay nada que vaya en línea recta. Ni el recorrido mental ni el discurso verbal ni el gesto. Tiene un monólogo larguisisísimo en el que parecen milimetrados hasta los movimientos de los ojos. Fantástica idea la de la perillita inmunda que lo caracteriza.

A Lidia Palazuelos, la madre, se le ha permitido un tono más convencional -es la que más se acerca al drama- y sabe aprovecharlo. También va creciendo a lo largo de la función, con un par de explosiones antológicas. Carolina Lapausa está transfigurada, no se parece a sí misma. Su composición de Dora, la discapacitada síquica, roza la perfección, no sé decirlo con más claridad. Está en el mismo centro del conflicto: siendo evidentemente adorable e inocente no establece ninguna barrera moral en su comprensión del sexo como actividad placentera y desatada. De ahí nace toda la fuerza turbadora de la función. No es un obseso sexual, no es un viejo rijoso, no es un abusador. Resulta ahora que los ángeles tenían sexo.

En manos de Galán, ésta no es la historia de una chica a la que retiraron la medicación y fue seducida por un sinvergüenza. Es bastante más. 

Algo añadiré si tengo tiempo.
 P.J.L. Domínguez
           

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