Sala: Teatro de la Comedia Autor: Dramaturgia de Ron Lalá sobre diversos textos de Miguel de Cervantes Director: Yayo Cáceres Intérpretes: Juan Cañas, Álvaro Tato, Íñigo Echevarría, Daniel Rovalher y Miguel Magdalena. Duración: 1.40'
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¿Creen ustedes que da más satisfacciones hacer una buena o una mala crítica? No hay comparación posible. Pongan por las nubes una función y conseguirán que los concernidos alaben su inteligencia, sensibilidad y buen juicio; que el público que haya salido contento, y que ve ratificada su opinión por otra que -a menudo y por motivos frecuentemente poco fundados- considera más autorizada que la propia, le lea con gusto. En fin, apoteosis de los juegos florales, maravilloso intercambio de elogios, una de esas situaciones en las que todo el mundo se da la razón y festeja el ser una mente privilegiada y tener alrededor otras del mismo rango que se reconocen mutuamente. Es algo que aprendí a tierna edad gracias a un individuo que -tras años de denostar en público y en privado a un jovenzuelo al que sacaba treinta años (o sea, yo) y cuyas críticas recortaba cuidadosamente del periódico comprado con fondos públicos en una entidad pública para que nadie más las viera- proclamó a los cuatro vientos "este tipo sabe mucho" el día que le hice una buena. Merecida, por cierto.
Ahora pongan algo a caer de un burro, y ya verán qué juerga. En el mejor de los casos, frío distanciamiento de los afectados. Desdén de sus allegados. En el peor, enemistades encubiertas que a saber el daño que podrán reportar a lo largo de una vida. Y adhesiones susurradas, a menudo por los mismos que se han deshecho en elogios al perpetrador (e, incluso, por alguno de los implicados en el entuerto). También por gente de buena fe, claro está.
"¿Qué le pasa a éste, con lo poco que le cuesta soltar mandobles otras veces?", se preguntarán a estas alturas mis habituales ante tanto párrafo gratuito.
Me pasa que la otra noche asistí con perplejidad al espectáculo de un teatro puesto en pie aplaudiendo Cervantina. Y les aseguro que, en algunas de esas ocasiones, algo pagaría para sentirme igual de contento que los demás, en vez de recocido de aburrimiento en la butaca.
Lo voy a decir rápido: Cervantina no está a la altura de la fama de Ron Lalá ni a la altura del teatro que la acoge ni a la altura de los cien minutos que dura. Ahora lo voy a decir a la inversa: si fuera obra de unos muchachos recién salidos de una escuela, se representara en una sala modestita y (¡sobre todo!) durase cincuenta y cinco minutos, quizá estaría yo diciendo ahora "simpática" y "divertida" (que son los dos únicos adjetivos que oí a los entusiastas aplaudidores a la salida, aunque se han ido inflando después). Ya saben que el humor es la cosa más subjetiva que hay en el mundo, así que será opinable, pero yuxtaponer a Cervantes con rimas del tipo "no hay vacuna ni aspirina / que cure la Cervantina", chistes de supositorios o actualizaciones desenfadadas como "vengo a instalar el router" produce a este subjetivo escribidor sólo bostezos. Desplazándome un pelín en la escala que de va de lo subjetivo a lo objetivo, opinaré también que la dramaturgia es igualmente tediosa. Y, acercándome más al extremo objetivo, seguiré opinando, y casi estableciendo, que la música es mala de solemnidad. Si el espectáculo fuera divertido, nada diría de la música, simple auxiliar en el cometido de entretener. Pero como aburre, tengo que añadir que ni siquiera los elementos secundarios se salvan (una mención positiva: el abrigo-capa de la Musa y alguna otra pieza del vestuario de Tatiana de Sarabia).
Yo diría que Cervantina produce un autorreferencial efecto Retablo de las maravillas (o el-rey-está-desnudo, como prefieran). Es eso que les digo a menudo sobre las buenas intenciones. ¿Cómo negarse al mensaje "qué bueno Cervantes y qué mala la telebasura"? Si digo que no me gusta, ¿estoy sosteniendo "qué malo Cervantes y qué buena la telebasura"? Dios mío, ¿será que no me gusta Cervantes? Y repetiré la obviedad de siempre: las funciones no se salvan por su mensaje. Ahí tienen a Mi princesa roja, con un mensaje nauseabundo y un rendimiento escénico muy resultón.
Puede ser que mi proverbialmente avinagrado carácter me impida disfrutar de cualquier manifestación de buenrollismo, presente aquí a raudales. Porque reír, incluso a mandíbula batiente, me río bastante en otros sitios. Las comparaciones tienen muy mala fama, pero todo lo que sabemos lo sabemos por comparación (leía algo parecido hace unos días en las memorias de Fernán-Gómez). Comparen esto con el Othelo (la misma intención de matarnos de risa con base en texto clásico) de Gabriel Chamé. O, incluso, con una función no tan estrepitosa pero (esta sí) simpática como Desmontando a Shakespeare de Hernán Gené. No digo más. Temo que me apedreen.
Ahora pongan algo a caer de un burro, y ya verán qué juerga. En el mejor de los casos, frío distanciamiento de los afectados. Desdén de sus allegados. En el peor, enemistades encubiertas que a saber el daño que podrán reportar a lo largo de una vida. Y adhesiones susurradas, a menudo por los mismos que se han deshecho en elogios al perpetrador (e, incluso, por alguno de los implicados en el entuerto). También por gente de buena fe, claro está.
"¿Qué le pasa a éste, con lo poco que le cuesta soltar mandobles otras veces?", se preguntarán a estas alturas mis habituales ante tanto párrafo gratuito.
Me pasa que la otra noche asistí con perplejidad al espectáculo de un teatro puesto en pie aplaudiendo Cervantina. Y les aseguro que, en algunas de esas ocasiones, algo pagaría para sentirme igual de contento que los demás, en vez de recocido de aburrimiento en la butaca.
Lo voy a decir rápido: Cervantina no está a la altura de la fama de Ron Lalá ni a la altura del teatro que la acoge ni a la altura de los cien minutos que dura. Ahora lo voy a decir a la inversa: si fuera obra de unos muchachos recién salidos de una escuela, se representara en una sala modestita y (¡sobre todo!) durase cincuenta y cinco minutos, quizá estaría yo diciendo ahora "simpática" y "divertida" (que son los dos únicos adjetivos que oí a los entusiastas aplaudidores a la salida, aunque se han ido inflando después). Ya saben que el humor es la cosa más subjetiva que hay en el mundo, así que será opinable, pero yuxtaponer a Cervantes con rimas del tipo "no hay vacuna ni aspirina / que cure la Cervantina", chistes de supositorios o actualizaciones desenfadadas como "vengo a instalar el router" produce a este subjetivo escribidor sólo bostezos. Desplazándome un pelín en la escala que de va de lo subjetivo a lo objetivo, opinaré también que la dramaturgia es igualmente tediosa. Y, acercándome más al extremo objetivo, seguiré opinando, y casi estableciendo, que la música es mala de solemnidad. Si el espectáculo fuera divertido, nada diría de la música, simple auxiliar en el cometido de entretener. Pero como aburre, tengo que añadir que ni siquiera los elementos secundarios se salvan (una mención positiva: el abrigo-capa de la Musa y alguna otra pieza del vestuario de Tatiana de Sarabia).
Yo diría que Cervantina produce un autorreferencial efecto Retablo de las maravillas (o el-rey-está-desnudo, como prefieran). Es eso que les digo a menudo sobre las buenas intenciones. ¿Cómo negarse al mensaje "qué bueno Cervantes y qué mala la telebasura"? Si digo que no me gusta, ¿estoy sosteniendo "qué malo Cervantes y qué buena la telebasura"? Dios mío, ¿será que no me gusta Cervantes? Y repetiré la obviedad de siempre: las funciones no se salvan por su mensaje. Ahí tienen a Mi princesa roja, con un mensaje nauseabundo y un rendimiento escénico muy resultón.
Puede ser que mi proverbialmente avinagrado carácter me impida disfrutar de cualquier manifestación de buenrollismo, presente aquí a raudales. Porque reír, incluso a mandíbula batiente, me río bastante en otros sitios. Las comparaciones tienen muy mala fama, pero todo lo que sabemos lo sabemos por comparación (leía algo parecido hace unos días en las memorias de Fernán-Gómez). Comparen esto con el Othelo (la misma intención de matarnos de risa con base en texto clásico) de Gabriel Chamé. O, incluso, con una función no tan estrepitosa pero (esta sí) simpática como Desmontando a Shakespeare de Hernán Gené. No digo más. Temo que me apedreen.
P.J.L. Domínguez
P.S. Acabo de leer las críticas de García Garzón y de Villán, y se confirman mis sospechas. Ahora mismo mi recuento da tres ciudadanos no infectados por el virus: J., A. y yo mismo. Solos contra el mundo. ¿No era una peli?
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