Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)
Excelente imagen gráfica, quizá lo mejor. |
Efectivamente, es una historia que parece pedir un musical a gritos. Hay varios: Frankenstein a new musical, Frankenstein el musical de un alma perdida, Dr. Frankenstein (ópera rock), Young Frankenstein the musical (basado en la sin par película de Mel Brooks y, claro está, de cachondeo)... Éste que se representa ahora en el Nuevo Apolo es una curiosa, y loable, iniciativa. No es habitual que un espectáculo de esta envergadura, con un porrón de gente sobre el escenario que va cambiando de vestuario cada dos por tres, no tenga detrás una empresa de dimensión equivalente. Da la sensación de que esto se ha puesto en pie a base, sobre todo, de entusiasmo.
Pero el entusiasmo, ay, no garantiza nada. Y a este musical le falla lo único que no podía fallarle: la música. No va, no viene, se queda en ninguna parte. Con un escaso par de excepciones: No quiero decirte adiós y otro número anterior que se me ha esfumado de la memoria (lo siento, escribo desde un remoto confín del planeta y con el cerebro zarandeado por un huracán que va a poner patas arriba toda mi vida, espero que para bien). La irrelevancia musical y un nivel interpretativo general bastante escasito (está mucho mejor cantada que actuada) lastran irremediablemente la función.
Ahora bien: algo que podría ser perfectamente insoportable con esas taras, se termina sobrellevando sin excesiva modorra. Sobre todo, porque el libreto está, en líneas generales, bastante conseguido. Del relato original falta sólo el largo aprendizaje de los mecanismos de la sociedad humana que el mostruo realiza observando a escondidas a una familia. Queda un poco confuso el presente: no sé si termina de entender que conocemos la historia porque Victor Frankenstein la relata al capitán del barco que lo recoge en los confines del Ártico, hasta donde ha perseguido a su criatura.
Mary Shelley. ¿No se parece a... ¡Angélica Liddell!? |
Hay también un cierto nivel de dignidad en el aspecto visual. La catástrofe acecha constantemente a un par de centímetros (cruces y niebla son, a estas alturas, dificilísimas de colar en un teatro; por no hablar de las máquinas del gabinete de los horrores), pero el conjunto se salva, y la cosa tiene un peso fundamental en la salvación general de la función, por una adecuada iluminación de Miguel Fernández. Mucha gente en el escenario, muchos cambios de vestuario... esas cosas ayudan siempre a no aburrir. Alguna escena (el juicio de Justine) se defiende bien plásticamente, y alguna otra (el momento del despertar del monstruo, que Samuel González Rubio consigue revestir del horror necesario) alcanza una cierta densidad emotiva.
Frankenstein o el moderno Prometeo es una novela maravillosa. Oscurecida por el éxito posterior del monstruo, elevado a mito de nuestra cultura popular y, en este aspecto, prima hermana del Drácula de Bram Stoker. Mary Shelley escribió a la sorprendente edad de veintiún años una obra que refleja de forma paradigmática las obsesiones y el estilo literario del romanticismo temprano (una época de matices delicados que ofrece enormes posibilidades de deleite al observador) enmarcándolos, parecería que paradójicamente, en una historia que hunde las raíces de su éxito en el recurso a arquetipos inconscientes atemporales y universales. Léanla si no lo lo han hecho todavía. Y, para situarse en el ambiente en el que se gestó Frankenstein, vean la extrañísima Remando al viento de Gonzalo Suarez (digo extrañísima por su alejamiento de los estándares más habituales del cine español).
Le ocurre a esta versión un poco lo mismo que a Los miserables del Teatro Victoria. Respeta lo suficiente la fuerza de la historia original como para que las evidentes deficiencias no la destrocen.
P.J.L. Domínguez
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