sábado, 22 de junio de 2013

EL RÉGIMEN DEL PIENSO

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Eusebio Calonge Director: Paco de la Zaranda Intérpretes: Luis Enrique Bustos, Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez y Javier Semprún Duración: 1.25'


Luis Enrique Bustos, Francisco Sánchez, Javier Semprún y Gaspar Campuzano
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Atención, que la temporada no ha terminado: acaba de estrenarse una de sus propuestas más interesantes. La Zaranda, tras treinta y cinco años siendo un punto de referencia ineludible de nuestro teatro, da buena prueba de estar más viva que nunca. No he visto, oído ni leído nada (literatura, ensayo, teatro ni discurso político) que retrate con más inteligencia la catástrofe que vivimos, este desmoronamiento de lo que dábamos por hecho, desde la seguridad económica hasta las certezas morales.

Hay de todo en El régimen del pienso. La burocracia de Kafka, el humor triste de Edoardo de Filippo, la crítica social más despiadada. La exquisita música de Hummel y la pachanga de Alma española. La tradicional utilería povera de La zaranda y un refinamiento de escenografía e iluminación que no desentonaría en la vanguardia más estetizante. Un texto de Calonge en el que, como en toda alegoría que se precie, el conjunto es transparente sin que los detalles tengan que ser explícitos. Y una interpretación redonda a todos los niveles: gesto, voz, intención.

Para espectadores bien despiertos.

Y lo que no cabía allí (las frases en negrita son los enlaces entre ambos textos):

La Zaranda da buena prueba de estar más viva que nunca. Como les he dicho alguna vez, el aburrimiento es una de las fuerzas que mueve al mundo. Nadie está contento con lo que tiene. Ése es uno de los motivos por los que exigimos a los creadores que se muevan, que inventen lo que sea, por muy bien que estuviera lo que inventaron antes. Si Mozart hubiera sido agraciado con la inmortalidad y siguiera componiendo en su estilo habitual, su sinfonía nº 1.287 sería vilipendiada con el mismo entusiasmo con el que alabamos la 41. La Zaranda había consolidado una forma de hacer teatro unánimemente alabada, pero que todos íbamos a ver como quien va al consabido concierto de Mozart: sabiendo a lo que va. Pues bien, esta vez -y por mucha Zaranda que haya visto uno- saldrán otra vez con la sensación de novedad. He ido a buscar la crítica de Marcos Ordóñez, y resulta que empieza precisamente por esto, utilizando la expresión "sensación renovada de que has vuelto a los primeros setenta". Feliz expresión, que aúna la continuidad y la renovación. Nunca escribiré como este hombre, así que tendré que seguir citándolo.

No he visto, oído ni leído nada que retrate con más inteligencia la catástrofe que vivimos. No solo. El régimen del pienso no es una obra de coyuntura. Si siguiéramos en los dorados años del ladrillo valdría lo mismo: nos estaría recordando que detrás del oropel está la cochiquera. Pero ahora mismo es imposible no relacionarla automáticamente con el cataclismo social.

Hay de todo en El régimen del pienso. Es un artefacto complejo. Toda la crítica pone de relieve, al menos, el componente kafkiano (ya saben, burocracia demenciada) y el humor, un humor amargo con posos de siglos de aguantoformo, que a mí me recuerda bastante a la ironía resignada de tantos personajes de De Filippo. El comentario musical es la bomba: reproduce esta misma mixtura de tristeza serena por un lado (el concierto para trompeta de Hummel) y pachanga bullanguera por otro (Orlando Portocarrero y su banda, toma, se lo han debido de encontrar en vaya a usted a saber qué almoneda perdida).

La tradicional utilería povera de La Zaranda y un refinamiento de la escenografía y la iluminación que no desentonaría en la vanguardia más estetizante. Y no sólo. Además de la belleza plástica de muchos momentos del montaje, los escasos elementos en escena (estanterías, archivadores de esos de A-Z en el lomo, flexos, cables) se integran en la acción, son la muleta de los movimientos de actores, todo el tiempo en danza de aquí para allá arrastrando estanterías, apilando archivadores o reubicando flexos. Dicho sea de paso: me hubiera gustado ver los ensayos, la que han tenido que armar para no hacerse un lío con los cables (ver foto de más abajo).


Los actores deambulan por el escenarío portando esos flexos, conectados a los
cables que ven en la foto. Sin desmorrarse. Tienen la acción tan integrada que
los pequeños contratiempos -una bombilla que se funde- son digeridos con
naturalidad.
Un texto de Calonge en el que, como en toda alegoría que se precie, el conjunto es transparente sin que los detalles tengan que ser explícitos. El texto, que a Ordóñez no le gusta tanto como otros anteriores, me pareció la bomba (y diría ahora, de memoria, que al resto de la crítica de Madrid, también, a ver si tengo tiempo mañana de ponerles los enlaces). Los cerdos -a los que se alude pero que no vemos más que evocados por máscaras- los burócratas y los médicos componen una radiografía escalofriante de nuestra sociedad. Con esas breves e insistentes repeticiones típicas de su autor que, bien dichas, resultan a a la vez -paradoja posible- en un cierto realismo de sainete y en un alejamiento kafkiano.

Y una interpretación redonda a todos los niveles: gesto, voz, intención. Poco podría decir de estos tipos que no se haya dicho ya hasta la saciedad. Pero déjenme entusiasmarme con Francisco Sánchez, y contarles que nunca un vivo se pareció más a un muerto que en la composición de Javier Semprún. Respecto al efecto de conjunto de este prodigio de comunicación, vuelvo a recurrir a Ordóñez: "liturgia, estilazo".
P.J.L. Domínguez
           


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