domingo, 5 de febrero de 2017

LOS GONDRA (una historia vasca)

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Borja Ortiz de Gondra Director: Josep Maria Mestres Intérpretes: Marcial Álvarez, Sonsoles Benedicto, María Hervás, Iker Lastra, Borja Ortiz de Gondra, Francisco Ortiz, Juan Pastor Millet, Pepa Pedroche, Victoria Salvador, Cecilia Solaguren y José Tomé Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

EXPLICAR EL SUFRIMIENTO

Además de las que llamamos básicas, los seres humanos tenemos otras necesidades, como la de comprender lo que nos rodea y ubicar nuestra identidad. Llevo años diciéndome que el drama de los vascos ha producido una cantidad anormalmente escasa de ficción (cine, literatura, teatro) para explicar tanto sufrimiento, pero parece que los diques se abren.

    Ortiz de Gondra ha escrito una saga familiar invertida –el tiempo corre hacia atrás- con la solidez del teatro clásico americano. Un realismo –casi un hiperrealismo- de fidelidad aplastante en el que están todos: los que disparaban y los que caían; los de Franco y los de la República; los carlistas y los liberales; sí. Pero también la tía monja, el pelotari, las madres pétreas, el cura. Los intérpretes intercalan frases en euskera, cantan folklore popular, bailan… El efecto es el de asomarse a un balcón desde el que vemos Algorta. El coqueteo constante con la autoficción, que obliga al espectador a preguntarse cuánto hay de cierto en el relato, subraya este carácter de teatro-realidad.


    Mestres se ha permitido las licencias justas –alguna coreografía, las proyecciones- para oxigenar el relato y ha contado con un estupendo elenco que me gustaría mencionar en su totalidad. Sólo tengo espacio para destacar a Victoria Salvador, una mujer que no desperdicia una sola mirada.

Y alguna cosilla que no cabía allí:

1.- Con la violencia pasa exactamente lo contrario que con la libertad de expresión. En cuanto a libertades, las mías - y las de los míos- son sencillísimas de entender: debemos poder decir lo que nos pase por la gorra. Eso sí, cuidadito con la libertad ajena, a ver si van a creer que pueden decir cosas molestas. La violencia es al revés: la ajena la entendemos perfectamente, la propia es complicadísima. Todos tenemos las cosas meridianamente claras respecto a la violencia en Colombia, en Irlanda del Norte o en la Cochinchina, son temas de conversación aptos para cualquier cena sin peligro de provocar roces. Ahora bien, intente aplicar los mismos principios de sentido común a la violencia en casa, y ya verá la que se monta. Durante bastante tiempo, el pavor a verse acusado de connivencia o equidistacia limitó la opinión o la recreación artística a repetir gritos de ordenanza y condenas. Ahora que las pistolas han callado y que hemos recuperado cierta tranquilidad, parece difícil de creer que hace nada preguntarse por las causas del terrorismo pudiera acarrear el reproche de querer justificarlo, como si el doctor Koch, al investigar sobre el bacilo de la tuberculosis, se hubiera revelado un peligroso partidario de la enfermedad. La gente se veía obligada a decir cosas tan peregrinas como que montaba Los justos contra ETA. Tristes los tiempos condenados a repetir lo obvio, dijo alguien, (perdiendo de vista que los tiempos han sido siempre igual de tristes). Repitamos lo obvio: para cambiar lo que no nos gusta, sea la tuberculosis, las toses en el teatro o el hecho de que haya gente que se hace saltar por los aires con un cinturón de explosivos, los seres humanos tenemos una ventaja sobre otras especies, y es que podemos reflexionar sobre las causas para intentar atajarlas. ¿Quiere eso decir que estemos justificando el comportamiento del bacilo de Koch, del señor que tose o del terrorista? Es un reduccionismo en el que no cae ni un párvulo medianamente inteligente.

Estamos saturados de todo tipo de creaciones (cine, teatro, novela, hasta tebeos) que se plantean una y otra vez la violencia nazi. Me decía alguien el viernes que está la cartelera saturada (Último tren a Treblinka, ¿Quién te cierra los ojos?El cartógrafo...). Algo que, afortunadamente, sólo nos tocó de refilón (el horrendo refilón de Gernika, por ejemplo) y hace nada menos que setenta años. También nos inunda periódicamente el conflicto palestino (Tierra del fuego, Masked...), que nos ha hecho menos daño directo aún que la locura nazi. En comparación, y teniendo en cuenta además la cercanía temporal y afectiva, la cantidad de ficción producida por la violencia del terrorismo vasco es anormalmente baja. ¿Por qué? Puro miedo. Primero, desde luego, miedo a las pistolas. Y después -miedo de otra índole, claro está, pero miedo- a quienes pretendían tapar la reflexión con las consignas. ¿Se estará produciendo el deshielo? Me han prestado Patria, que me espera encima del piano, y creo que me atreveré con ella, porque todo el mundo me cuenta maravillas. Pero sigo arrastrando la prevención -han sido muchos años oscuros- de encontrarme con un maniqueísmo estéril que nada me enseñe. Como cuando la Portillo nos reveló que Don Juan era un canalla. Me perdí por ese miedo ridículo La mirada del otro, así que nunca sabré si mereció la pena. Y me fui a ver Los Gondra con el mismo miedo. Pero toma: Los Gondra no dice "mira qué malo éste", no repite obviedades ni da lecciones de ética elemental. Como ha hecho el teatro siempre, muestra, retrata, enciende un foco sobre la realidad, y se fía del buen juicio del espectador, que ya es mayorcito para sacar sus conclusiones. Les parecerá quizá un mérito menor, pero no es así. Sobre todo si uno es de allá, y sabe que tiene todos los números para molestar a éstos, a aquéllos y a los de más allá.

2.-  Realismo americano, sí. Estas cuestiones de estilo son muy difíciles de reducir a palabras, no sabría explicarlo con claridad. Los americanos se pirran por este tipo de escenas de la vida familiar, tanto da si la familia es un modelo edulcorado o la disfuncionalidad hecha carne. Vale para Agosto y Los Walton; para Qué bello es vivir y Todos eran sus hijos. Si me apuran, hasta para Los tuyos, los míos y los nuestros y La gata sobre el tejado de zinc. Es menos habitual entre nosotros, que en seguida tendemos hacia cualquier extremo: el sainete o el dramón. El realismo parece una tontuna cuando uno lo ve bien hecho, pero no es tal. Es una bonita complicación la de mantenerse firme en ese equilibrio. Viene a ser la finta que se ha cascado Ciudadanos este fin de semana para definir lo que consideran centro (liberal-progresismo, creo que lo han llamado), pero con el pequeño requisito, que a la política hemos dejado de exigirle, de la verosimilitud. Mestres ha hecho bien en rodear este realismo con una escenografía no realista (exceptuada la chimenea en el caserío). El vestuario (Gabriela Salaverri Solana) se basta para sustentar la intención de reconstrucción (qué bonito detalle el del pantalón del pelotari sin trabillas), pero el contrapeso de la escenografía (Clara Notari) contribuye a esquivar la arquelogía. Otro elemento no desdeñable en la construcción del realismo es el uso esporádico del euskera, un logro técnico admirable que ha debido de costar lo suyo. Les garantizo que hablan un vizcaíno impecable.

[Nota estratégica: realismo americano y tema vasco. Donde habría que montar esto es en Idaho, igual arrasa] 

3.- Temí lo peor cuando el autor salió a escena al comienzo. "Como Rubio en Las heridas del viento", pensé. Allí sobraba, pero tampoco llegaba a molestar, porque era un breve parlamento inicial. Aquí ayuda, no es arbitrario. Se desarrolla después (el autor vuelve a salir as himself, y hasta tiene un diálogo con su madre, representada por Sonsoles Benedicto) y abona la confusión del espectador respecto a cuánto hay de literalmente autobiográfico y de historia de la familia del autor en la pieza. ¿Es Bosco la traslación de Borja? Poco importa a la hora de juzgar el resultado, pero es verdad que da vidilla emocional. Ahora, estas cosas se llaman autoficción.

4.- Los actores se multiplican en varios papeles cada uno. Todos muy bien encajados, excepto el de María Hervás como la joven radical. No es un problema de la actriz, cuya capacidad pude calibrar a distancia de un metro en aquella brillante idea que fue Amnesia. Simplemente, el trabajo de intérprete y director no ha dado con un registro coherente con el resto del grupo. Es la única pega seria del montaje. De los demás, me gustaron mucho Juan Pastor y José Tomé, además de la excelente Sonsoles Benedicto (¡qué monja hablando euskera!) y Pepa Pedroche, a la que no monto un club de fans porque no me da la jornada. Ninguno de los demás desmerece pero, como decía en la crítica en papel, he descubierto a Victoria Salvador. Me gustó en Sofía, pero no llegué a sondear esta profundidad. Espectaculares tanto la Nuria de 1985 como la Isabel de 1940. Esta última, con el pelo recogido y unos amplios pantalones salidos de cualquier película americana de la época, me iba recordando alternativamente a Barbara Stanwyck, a la Bergmann y a Hanna Schygulla. Si me pongo a buscar fotos, seguro que encuentro apoyo documental a esos delirios. 

Victoria Salvador es la segunda, con los pantalones mencionados.
5.- Tonterías de crítico: iba a decir que Mesias sarritan no podía cantarse en 1898, porque se compuso más tarde, pero he estado a punto de pasarme de listo. Me dicen que está hecha alrededor de 1892.

Si van a verla, les recomiendo que se fijen bien desde el principio en los nombres de pila de los personajes, porque eso les permitirá reconocerlos cuando -a medida que la historia retrocede- salgan más jóvenes. Pero si les da pereza no se preocupen y piérdanse, la que no pierde es la historia.
P.J.L. Domínguez
          

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