Sala: La pensión de las pulgas Autor: Antonio Escribano Director: Manu Báñez Intérpretes: Marcial Álvarez, Antonio de la Fuente, Antonio Escribano, Sara Illán, Natalie Pinot, y Josh Sanchez Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)
Intento siempre ponerles alguna foto que dé idea general del aspecto escenográfico, pero esta vez no encuentro ni media. Me temo que deben conformarse con el cartel, que es, por otra parte, de lo mejorcito que la función ofrece. Pero no nos amontonemos, que antes quiero pasar por un par de sitios.
UNO: EL TÍTULO.- Ahí, en el cartel, ven una cabeza de Medusa (es la de Caravaggio). Pero es una referencia, por así decir, añadida. La directa es al cuadro de Géricault, en primera instancia, y al tremendo hecho histórico que lo inspiró, en segunda. Una de esas cosas que, como el terremoto de Lisboa, la matanza de los inocentes o el incendio provocado por aquel chiquilicuatre de Eróstrates, trascienden el carácter de anecdóta y pasan al de categoría. Resulta que el cuadro se titula Le radeau de la Méduse, siendo la Méduse una fragata. O sea, un barco. En castellano los nombres de los barcos llevan también artículo, así que la traducción universal del nombre del cuadro es La balsa de la Medusa. En el texto de Escribano se ha perdido el artículo. Me he exprimido las meninges buscando una explicación y sólo se me ocurre que, junto con la cabeza del cartel, se trate de sugerir que no sólo revolotean por ahí el barco y sus náufragos, sino que debemos también tener presente al horrendo monstruo que dio nombre al navío. En eso se convierten estos personajes cuando se enfrentan a una situación desesperada: en monstruos que muerden como las serpientes de la cabellera de Medusa. O eso o, simplemente, el autor se ha hecho un lío. Por cierto: la conexión entre El ángel exterminador -ahora verán por qué lo menciono- y un naufragio se remonta a la propia concepción de la película, que iba a titularse Los náufragos de la calle Providencia.
DOS: EL GENIO.- El genio, contra lo que puede parecer a priori, es a menudo una cosa difícil de detectar. Ahí tienen, por ejemplo, a Hugo Pérez en la Sala Tribueñe, demostrando una y otra vez que es exactamente lo que entendemos por genio, y sin que nadie parezca darse cuenta. Respecto a los vivos, esto ocurre, sobre todo, porque su excepcionalidad se percibe necesariamente envuelta por cantidades ingentes de normalidad, de realidad normal y corriente. O sea, que los genios se ponen pantalones y jersey, como todo el mundo. Esto me lo explicó hace años el mejor profesor que he tenido, para ilustrar el proverbio "nadie es profeta en su tierra".
Pero pasa también con la obra de los genios a quienes no hemos visto en jersey de cuadros, porque frecuentemente el resultado de tanta genialidad es una belleza tan perfecta que tiene toda la apariencia de lo natural, de lo producido sin despeinarse. Hace falta un esfuerzo mental para descubrir las costuras matemáticas de cosas tan simples y tan inocentes a primera vista como el primer preludio del Clave bien temperado o del Doríforo. Y, como todo, percibimos el genio por contraste con lo que no lo tiene.
Hace un par de siglos tenía yo unos catorce años y mi hermana ocho. Una noche de veraneo, el férreo control de horarios y rutinas que los adultos nos imponían se relajó, y mientras todos dormían vimos desde la cama una película que nos dejó hipnotizados y de la que, a la mañana siguiente, apenas podíamos contar nada más que algunas vaguedades sobre una gente que no podía salir de una casa y sobre un rebaño de ovejas. Entonces no sabíamos que lo que más nos sorprendió fue la ausencia de una lógica verbalizable que subyaciera al relato. Tampoco sabíamos que la película se titulaba El ángel exterminador. Pero nos mantuvo bien despiertos hasta el último fotograma. Eso es el genio: la capacidad de Buñuel de construir un artefacto temporal que mantiene alerta nuestra percepción sin bases lógicas (sin bases lógicas explícitas; por supuesto, ahí debajo está el sustento inconsciente que cimenta la poética surrealista). A base de narración visual y de diálogos prodigiosos. Conocemos por contraste: el rotundo fracaso de La balsa de Medusa en idéntico empeño nos hace apreciar con mayor rotundidad el prodigio de la película.
TRES: LA FUNCIÓN.- A estas alturas, ya habrán deducido solitos que La balsa de Medusa es una... no sé si llamarla versión o paráfrasis de El ángel exterminador. En estos casos (pasa a menudo en el cine) me pregunto siempre qué necesidad había, pero puede ser que me asome un aspecto conservador de mí mismo que prefiero ignorar. Supongamos que había necesidad. El reto era formidable: reproducir en ochenta minutos los prodigiosos noventa y cinco del original, pero con un texto propio. Prueba no superada.
Aunque la referencia a Buñuel es fácil de encontrar en la web de La Pensión de las Pulgas, no me enteré, así que llegué virgen a la función. Quizá la unica virtud del texto es que recuerda bastante a su modelo. Puedo dar fe en calidad de testigo privilegiado, porque, como les digo, llegué sin tener ni idea de qué iba la copla y, a los pocos minutos de fiesta, ya estaba pensando "tiene esto un curioso parecido con Buñuel". Conste que esta virtud no es pequeña. En Francia tienen, desde el XIX, un aprecio considerable por el arte del pastiche que aquí no compartimos. Hubiera estado bien como ejercicio literario, pero había que ponerlo en escena, y la potencia de los diálogos no alcanza la presión necesaria para mantener hinchado el globo del fije-aquí-su-atención. Sólo pillé una glosa comparable en ingenio al original. El desopilante (escribo de memoria) "¿El niño es de su marido? / La ciencia lo dirá" que en mi casa se cita a menudo (somos así de marisabidillos) se convierte aquí en "¿Está segura de que los cinco son suyos? / Estoy casi segura de casi todos". Buen tanto, pero me temo que no hay más.
Si el reto de producir un texto que parafraseara el original era formidable, no era menor dirigirlo. Otra prueba no superada. Hasta el momento en que los personajes se dan cuenta de que no pueden salir, el interés se mantiene -más o menos- espoleado por la duda ("¿será la misma historia de Buñuel?") y por algunas incoherencias lógicas diseminadas aquí y allá que sacuden ligeramente la percepción del espectador. Después, la función se arrastra por los suelos hasta su final. Los escasos momentos de escape procesional (música de cornetas y tambores, mímica de paso de Semana Santa) no alcanzan a levantar aquello, que consigue el curioso efecto vérité de que los espectadores tengan tantas ganas de salir del encierro como los personajes.
Intento siempre ponerles alguna foto que dé idea general del aspecto escenográfico, pero esta vez no encuentro ni media. Me temo que deben conformarse con el cartel, que es, por otra parte, de lo mejorcito que la función ofrece. Pero no nos amontonemos, que antes quiero pasar por un par de sitios.
ATENCIÓN: SPOILER
UNO: EL TÍTULO.- Ahí, en el cartel, ven una cabeza de Medusa (es la de Caravaggio). Pero es una referencia, por así decir, añadida. La directa es al cuadro de Géricault, en primera instancia, y al tremendo hecho histórico que lo inspiró, en segunda. Una de esas cosas que, como el terremoto de Lisboa, la matanza de los inocentes o el incendio provocado por aquel chiquilicuatre de Eróstrates, trascienden el carácter de anecdóta y pasan al de categoría. Resulta que el cuadro se titula Le radeau de la Méduse, siendo la Méduse una fragata. O sea, un barco. En castellano los nombres de los barcos llevan también artículo, así que la traducción universal del nombre del cuadro es La balsa de la Medusa. En el texto de Escribano se ha perdido el artículo. Me he exprimido las meninges buscando una explicación y sólo se me ocurre que, junto con la cabeza del cartel, se trate de sugerir que no sólo revolotean por ahí el barco y sus náufragos, sino que debemos también tener presente al horrendo monstruo que dio nombre al navío. En eso se convierten estos personajes cuando se enfrentan a una situación desesperada: en monstruos que muerden como las serpientes de la cabellera de Medusa. O eso o, simplemente, el autor se ha hecho un lío. Por cierto: la conexión entre El ángel exterminador -ahora verán por qué lo menciono- y un naufragio se remonta a la propia concepción de la película, que iba a titularse Los náufragos de la calle Providencia.
DOS: EL GENIO.- El genio, contra lo que puede parecer a priori, es a menudo una cosa difícil de detectar. Ahí tienen, por ejemplo, a Hugo Pérez en la Sala Tribueñe, demostrando una y otra vez que es exactamente lo que entendemos por genio, y sin que nadie parezca darse cuenta. Respecto a los vivos, esto ocurre, sobre todo, porque su excepcionalidad se percibe necesariamente envuelta por cantidades ingentes de normalidad, de realidad normal y corriente. O sea, que los genios se ponen pantalones y jersey, como todo el mundo. Esto me lo explicó hace años el mejor profesor que he tenido, para ilustrar el proverbio "nadie es profeta en su tierra".
Pero pasa también con la obra de los genios a quienes no hemos visto en jersey de cuadros, porque frecuentemente el resultado de tanta genialidad es una belleza tan perfecta que tiene toda la apariencia de lo natural, de lo producido sin despeinarse. Hace falta un esfuerzo mental para descubrir las costuras matemáticas de cosas tan simples y tan inocentes a primera vista como el primer preludio del Clave bien temperado o del Doríforo. Y, como todo, percibimos el genio por contraste con lo que no lo tiene.
Hace un par de siglos tenía yo unos catorce años y mi hermana ocho. Una noche de veraneo, el férreo control de horarios y rutinas que los adultos nos imponían se relajó, y mientras todos dormían vimos desde la cama una película que nos dejó hipnotizados y de la que, a la mañana siguiente, apenas podíamos contar nada más que algunas vaguedades sobre una gente que no podía salir de una casa y sobre un rebaño de ovejas. Entonces no sabíamos que lo que más nos sorprendió fue la ausencia de una lógica verbalizable que subyaciera al relato. Tampoco sabíamos que la película se titulaba El ángel exterminador. Pero nos mantuvo bien despiertos hasta el último fotograma. Eso es el genio: la capacidad de Buñuel de construir un artefacto temporal que mantiene alerta nuestra percepción sin bases lógicas (sin bases lógicas explícitas; por supuesto, ahí debajo está el sustento inconsciente que cimenta la poética surrealista). A base de narración visual y de diálogos prodigiosos. Conocemos por contraste: el rotundo fracaso de La balsa de Medusa en idéntico empeño nos hace apreciar con mayor rotundidad el prodigio de la película.
TRES: LA FUNCIÓN.- A estas alturas, ya habrán deducido solitos que La balsa de Medusa es una... no sé si llamarla versión o paráfrasis de El ángel exterminador. En estos casos (pasa a menudo en el cine) me pregunto siempre qué necesidad había, pero puede ser que me asome un aspecto conservador de mí mismo que prefiero ignorar. Supongamos que había necesidad. El reto era formidable: reproducir en ochenta minutos los prodigiosos noventa y cinco del original, pero con un texto propio. Prueba no superada.
Aunque la referencia a Buñuel es fácil de encontrar en la web de La Pensión de las Pulgas, no me enteré, así que llegué virgen a la función. Quizá la unica virtud del texto es que recuerda bastante a su modelo. Puedo dar fe en calidad de testigo privilegiado, porque, como les digo, llegué sin tener ni idea de qué iba la copla y, a los pocos minutos de fiesta, ya estaba pensando "tiene esto un curioso parecido con Buñuel". Conste que esta virtud no es pequeña. En Francia tienen, desde el XIX, un aprecio considerable por el arte del pastiche que aquí no compartimos. Hubiera estado bien como ejercicio literario, pero había que ponerlo en escena, y la potencia de los diálogos no alcanza la presión necesaria para mantener hinchado el globo del fije-aquí-su-atención. Sólo pillé una glosa comparable en ingenio al original. El desopilante (escribo de memoria) "¿El niño es de su marido? / La ciencia lo dirá" que en mi casa se cita a menudo (somos así de marisabidillos) se convierte aquí en "¿Está segura de que los cinco son suyos? / Estoy casi segura de casi todos". Buen tanto, pero me temo que no hay más.
Si el reto de producir un texto que parafraseara el original era formidable, no era menor dirigirlo. Otra prueba no superada. Hasta el momento en que los personajes se dan cuenta de que no pueden salir, el interés se mantiene -más o menos- espoleado por la duda ("¿será la misma historia de Buñuel?") y por algunas incoherencias lógicas diseminadas aquí y allá que sacuden ligeramente la percepción del espectador. Después, la función se arrastra por los suelos hasta su final. Los escasos momentos de escape procesional (música de cornetas y tambores, mímica de paso de Semana Santa) no alcanzan a levantar aquello, que consigue el curioso efecto vérité de que los espectadores tengan tantas ganas de salir del encierro como los personajes.
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