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lunes, 30 de abril de 2018

LULÚ

Sala: Teatro Bellas Artes Autor: Paco Bezerra Director: Luis Luque Intérpretes: María Adánez, Armando del Río, César Mateo, David Castillo y Chema León Duración: no la tengo apuntada, y mira que era un dato importante esta vez
La función ya no está en cartel

César Mateo, María Adánez y David Castillo
Les voy a ir propinando algunas de las críticas que me salté durante estos meses de inactividad bloguera. No es amor desinteresado por mis lectores. Algo hay de eso, pero es que el blog es también mi archivo personal, y se me queda cojo.

 Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

QUEREMOS MÁS

A Lulú le faltan veinte minutos. ¿Habré escrito esto un par de veces en la vida? Es tan infrecuente que hasta podría considerarse una virtud: si quieres más es que no te has aburrido. Arranca como una fábula –Bezerra y Luque bordaron otra en El señor Ye ama los dragones- y se desparrama de pronto por un extrañísimo territorio bíblico. Y cuando el espectador ha decidido “esto se ha ido completamente de madre”, llega el doble salto mortal que lo deja con un palmo de narices, engañado y feliz. Porque al espectador le encanta que lo engañen, si es con buen fin. O sea, para entretenerlo.


    La pirueta, éste es el reproche, se fía a un monólogo. No es pecado, pero este segundo y divergente relato de los hechos encierra tales posibilidades que me pregunto por qué no se ha dramatizado alguna escena: ¿El encierro en la cocina? ¿La violencia en el sótano? Aparte de un personaje –llamémoslo el charlatán- mal planteado en bloque (texto redundante, vestuario Far West, interpretación ubicada en galaxia distinta) nada más se puede objetar a una función escrita con inteligencia, servida en un precioso envoltorio de Boromello y Ramos e interpretada con convicción, y hasta su punto de magia, por María Adánez y Armando del Río, muy bien secundados por César Mateo y David Castillo. Queremos más. Unos veinte minutos más.

En cualquier caso, muchísimo mejor que Dentro de la tierra.

P.J.L. Domínguez
          

jueves, 8 de septiembre de 2016

EL PEQUEÑO PONI

Sala: Teatro Bellas Artes Autor: Paco Bezerra Director: Luis Luque Intérpretes: María Adánez y Roberto Enríquez Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)




PARA SALTARSE EL ROLLO E IR DIRECTAMENTE A LA CRÍTICA, BUSQUE UNAS ESTRELLITAS COMO ÉSTAS:

* * *
Hace casi dos meses que los dejé abandonados, así que más de uno estará pensando que he desaparecido definitivamente. La verdad es que cada año me cuesta más volver al tajo, pero sigo encontrando estímulos. Les cuento.

Siempre es sorprendente enterarse de lo que los demás piensan de ti. Eso demuestra nuestra ceguera crónica frente al espejo. Hace unos días alguien me calificaba en un tweet como "uno de los críticos más duros". Y yo con la perenne sensación de que procuro rebajar varios grados esa indignación -familiar para cualquier espectador asiduo al teatro- que se sintetiza en "vaya manera de tirar a la basura dos horas de mi vida" (¿Ven? Ya estoy rebajando. Esa frase suele estar trufada, en el fuero interno y a veces externo de los vapuleados espectadores, de expresiones bastante más recias). Llovía sobre mojado. Antes del verano, otro alguien me puso cara: "¡Ah! ¿Tú eres Cercadelacerca?" Y añadió algo así como que era curioso que publicara estas cosas en una época en la que se lleva la crítica amable. Nota de sicología de la comunicación: los lectores analógicos tienden a llamarme P.J.L. y los virtuales Cercadelacerca. Ya tienen mérito, tanto unos como otros.

He llegado a la conclusión de que algo de razón deben de tener. Aunque mi sensación sea la de que espolvoreo de azúcar glas mis críticas negativas (no siempre lo consigo, es cierto, a veces me desahogo dándole al sarcasmo), va a ser verdad que parecen más amargas de lo que son en medio del mar de almíbar en el que flotamos. Echen un vistazo a lo que puede leerse en el archivo histórico en línea del ABC y ríanse de los peces de colores. Hubo un tiempo en el que todo el mundo sabía que las críticas eran a veces buenas y a veces malas, y que los críticos tiraban unos para un lado y otros para otro. Ahora, hay quienes se toman una crítica negativa como una afrenta personal, como el dardo malintencionado de un envidioso. Y no me estoy refiriendo al criticado, a quien se le podría disculpar la reacción por aquello de la inseguridad, el orgullo herido y el corazoncito. No, no. Estoy hablando de los entornos de los creadores, que a veces pretenden que su artista de cabecera sea intangible como los monarcas del antiguo régimen, inimputable como el felizmente reinante o inmaculado como la Virgen. Lo peor de todo esto no es que la crítica teatral viva una época descafeinada, sino que se trata sólo de una de las mil caras de la espeluznante crisis de la libertad de expresión. Un asunto que me tiene muy preocupado -estoy habitualmente muy preocupado por cinco o seis cosas a la vez- y al que a lo mejor dedico un blog cuando me jubile. Si es que para entonces los blogs no son ilegales. 

Como siempre que está en juego esto de la libertad de expresión, la ley imperante es la del embudo. Que no se metan con lo que A MÍ me importa, sólo críticas constructivas, por favor (lo que encierran estas apelaciones a la crítica constructiva no sé si me suena más a colegio de monjas o a comunidad campesina maoísta, cosas ambas que me dan miedo). A todo lo demás se le puede dar cera. Atesoro un maravilloso ejemplo de alguien que se queja de que insulten a los directores de escena pero que para transmitir lo malísimo que le pareció el trabajo de otro profesional decía que era para clavarle alfileres en los ojos. ¿Me parece mal lo de los alfileres? No. Me parece un sarcasmo, una hipérbole, un recurso expresivo con cierta gracia. Lo que pretendo decir es, precisamente, que todos debemos tener derecho a ese margen de libertad, y a que se entienda que si pedimos que se cuelgue por los pulgares a un director de escena, ni la petición debe ser tomada literalmente ni está provocada porque el individuo nos caiga mal. Lo contrario nos lleva a un tipo de crítica de "quizá habría que sugerir -con toda humildad y con el respeto que nos merece la actividad creadora- a nuestro querido director, cuyos méritos nadie podría poner en duda...".  Buf.

¿Recuerdan que todo esto les ha caído encima porque he empezado por decir que me cuesta volver a la crítica después del verano, pero que sigo encontrando razones? La primera es, desde luego, la de seguir aportando opinión a quien me la considera. Quiero decir con esto que al crítico hay que tenerlo calado: hay que saber de qué pie cojea y tener ese pie bien medido con el propio. Así sabe uno, y acierta a menudo, con qué cosas va a estar de acuerdo y con cuáles no. A ese lector inteligente le aporto información incluso cuando se encuentra en las antípodas de lo que yo opine. Pero hay otra razón: la de dejar aquí un testimonio, por insignificante que sea, de algo que creo que me seguirá pareciendo escandaloso hasta la tumba. Hablo de grandes montajes respaldados por grandes nombres. Salgo de la función, y todo el mundo se lamenta amargamente del mortal aburrimiento sufrido. Magníficas críticas. Esto ha ocurrido desde que el mundo es mundo, pero ahora tiene una variante virtual, ligeramente distinta. Montaje (grande o pequeño) de gran boga modelna (como una barbería hispter). Salgo de la función,  y todo el mundo se lamenta amargamente del mortal aburrimiento sufrido. Ditirambos en twiter. Consideren que sigo escribiendo, entre otras razones, para dar voz a todos esos espectadores que gozan de la libertad mental suficiente para darse cuenta de cuándo una función es insoportable por mucha firma ilustre o mucha modernez que acumule. Ea.
* * *
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

¿Para qué sirve el orden social cuando no defiende a los débiles? Para defender a los fuertes, obvio. Así reaccionó un colegio de Carolina del Norte ante el acoso: dio la razón a la horda que amargaba la vida de un compañero y le exigió que prescindiera de la mochila que los demás aborrecían. Anécdota que ilustra un horrible estado de cosas que creíamos superado y que parece regresar a lomos de todas las variantes de discriminación contra el diferente.


    El primer acierto de Bezerra, que se basa en aquel suceso, es el de no hacer hincapié en la característica de la víctima que provocó el odio. Confía en la inteligencia del espectador y permite una lectura aplicable a cualquier forma de abuso. El segundo, que ha superado con nota el reto de transmitir la compleja historia con sólo dos personajes, los padres, en el salón de su casa. Bezerra y Luque –que firmaron en 2015 la maravillosa El señor Ye ama los dragones, muy parecida en su fondo temático- encuentran otra vez el tono justo de realismo sazonado con una cantidad, mínima pero necesaria, de fantasía que les permite un final lírico. Enríquez y Adánez, muy bien dirigidos, hacen verosímil el relato y nos llevan de la mano hasta el final de un drama que reside –como me dijo un crítico de doce años muy sensible a estas historias de abusones de colegio- en que ambos tienen razón.

Y lo que no cabía allí:

1.- Lo que más me fastidió no poder incluir fue la mención a los tres colaboradores de El señor Ye ama los dragones que repiten aquí: Mónica Boromello (escenografía), Álvaro Luna (vídeo) y Luis Miguel Cobo (música). La combinación de los tres factores (sumen la iluminación de Gómez-Cornejo), que inicialmente parecen simplemente cumplir con los requerimientos de eficacia, se revela fundamental hacia el final. 

2.- Esto se lo he dicho muchas veces, pero me temo que hay que repetirlo siempre. El pequeño poni, una función de la que podría decirse que se posiciona contra el maltrato al diferente, no es buena por eso. Es buena porque es buen teatro. Vi anoche una pieza contra la tortura, noble causa, mala de solemnidad. Hay, puestos a lo contrario, buen teatro al servicio de magnas barbaridades ideológicas (vean el honor y la condición femenina en gran parte de nuestro Siglo de Oro).

3.- Como les decía en la crítica en papel, uno de los grandes aciertos de la escritura de Bezerra es que pasa de puntillas sobre el motivo concreto que desata las iras de los energúmenos contra el niño víctima de los abusos. En El señor Ye la índole del desprecio era muy clara: racismo y clasismo. Por supuesto que las agresiones no están provocadas por la dichosa mochila. La mochila es sólo el signo exterior de que el niño es distinto a lo que la norma de la mayoría establece. Ahí tienen una foto, adivinen ustedes mismos qué es lo que le llaman sus compañeros. Tampoco Bezerra nos lo dice, porque no hace falta (es como aquella respuesta del finado Juan Gabriel: "lo que se ve no se pregunta, mijo"). Gracias a ese silencio, la anécdota es más fácil de extrapolar a cualquiera de los motivos que ofenden a los violentos: ser gay, musulmán, negro, mujer, judío, cristiano, inmigrante... Los violentos quieren desesperadamente ser normales. Como eso no se puede -la normalidad no es más que una construcción mental de carácter estadístico- su propio miedo se dirige contra el que es más visiblemente a/normal. Occidente (sea lo que sea) parecía haberlo entendido tras la Shoah y hallarse en la vía de la paulatina superación de estos mecanismos diabólicos. Parecía. La tendencia contraria es bien visible, del referéndum húngaro hasta el muro de Trump, pero me da aún más miedo su infiltración en cuestiones más solapadas. En ese "a mí que no me rocen los que me molestan". En los repugnantes hoteles Adults only (¿Son constitucionales? ¿Podrían vetar a los ancianos?). En esas polémicas extraterrestres sobre si las mujeres pueden o no amamantar a sus hijos en los espacios públicos. Este verano alguien me dijo que le molestaba un fumador a unos diez metros de distancia en la terraza del chiringuito. Ayer me enteré de que la zona sanitaria de York está estudiando retrasar las intervenciones quirúrgicas de fumadores y gordos (me niego a decir "obeso", porque no considero "gordo" un término ofensivo). Por este camino, alguien dirá pronto que hay que examinar a la población para negar el derecho de votar a los idiotas. Los que no tengan hijos exigirán que les descuenten el gasto educativo de sus impuestos y los sanos harán lo propio con el sanitario. Yo, que no piso el Retiro, voy a exigir que me resten la parte alícuota de Parques y Jardines de mi contribución municipal. Nos aguantamos o nos matamos, me temo que no hay otras alternativas. 

4.- Volviendo al teatro, el principal reto de escritura era el de no aburrir a las butacas restringiendo el relato de una historia apasionante a su reflejo en el salón familiar... ¡y sin ver al niño! Creo que Bezerra ha salido del paso con un texto técnicamente impecable y digno de estudio que, por ejemplo, no abusa de la irrupción del teléfono, el recurso más socorrido en estos casos. Lo ha conseguido estableciendo un equilibrio entre las dos fuentes del interés del espectador: la resolución del relato (¿Qué van a hacer los padres? ¿Qué va a pasar con el niño? ¿Qué va a pasar con el colegio?) y el conflicto entre ambos protagonistas. Como adivinarán fácilmente -esto no llega a spoiler- uno se inclinará por plantar cara al colegio y el otro por sustituir la mochila de marras para no prolongar el enfrentamiento. Pero, como sucede en cualquier situación extrema, las aguas revueltas harán aflorar cosas sumergidas en las conciencias. El conflicto sumisión a la normalidad / fidelidad a uno mismo no solo se desarrolla en el colegio, está también instalado en la pareja. Como siempre, quien opta por la libertad sabe que le harán sufrir los demás, pero quien quiere aplanarse ante el rodillo de los normales se expone al desgarro interno, más doloroso.

5.- Roberto Enríquez, que logró el cuasimilagro de estar espléndido en aquel despropósito de La rosa tatuada allá por el mes de mayo (escandalizados estábamos por las segundas elecciones) va a ser, si no lo es ya, uno de nuestros grandes actores. Siempre en su sitio, pero sin alardes. Esta última frase no es fácil de explicar. A veces, la interpretación, además de buena, es estrepitosa, llama la atención, se hace notar en medio de todo lo demás. Es como si el intérprete llamara al premio. Enríquez las da todas con modestia. Los directores deben de adorarlo. Acierta cuando habla y cuando calla. Esto último tiene especial relieve en El pequeño poni, porque Luque le ha puesto un par de silencios que aterrarían a cualquiera y que se superan con brillantez (el que sigue al monólogo de ella y el que acompaña a su ir y venir preparándose para salir al hospital). 

María Adánez me gusta siempre. Encantadora en lo último que ha hecho (creo): Insolación. Acabo de constatar que no colgué la crítica (¡cómo es posible!), así que, ya que estamos, les copio aquí lo publicado en papel:

 Sorprendente, no cabe calificar de otro modo una novela publicada en 1889 en la que la protagonista no sufre el castigo debido por transgredir la moral sexual imperante. Recordemos que Ana Ozores, la Regenta, termina en la muerte social y Anna Karenina en la muerte a secas. Tal osadía literario-feminista no ha tenido más repercusión en nuestra cultura, simple y tristemente, porque su autora era mujer.

    El primer gran activo de la función es la brillante adaptación de Víllora, que refleja idas y venidas y, sobre todo, la procesión que va por dentro de los protagonistas en una novela de pura sicología. Sin que molesten los soliloquios, sin que el espectador tenga que hacer el mínimo esfuerzo para entender si están aquí o allá. En esto tiene también su parte de mérito Luque, que mueve con soltura a los intérpretes, de manera que unos minúsculos cambios de mobiliario bastan para dar idea de las entradas y salidas en un salón imaginario o de los paseos al aire libre. El esquema escenográfico funciona, aunque su aspecto sufre por unos acabados mejorables.

    María Adánez y José Manuel Poga componen una pareja protagonista llena de encanto. Los personajes son simpáticos, ellos son simpáticos. Toda la fuerza de la pieza se asienta en esa corriente de simpatía. Pepa Rus, en varios papeles, cada vez se acerca más a la gran Rafaela Aparicio, y con eso está todo dicho.

Va al paso de Enríquez, en un papel que, de entrada, es menos simpático que el de él, pero se adueña del personaje, lo revela, es capaz de mostrar que, como dice mi crítico de doce años, también ella tiene sus razones. Ella lo quería normal, con una mochila de Batman. Humano.
P.J.L. Domínguez
          

martes, 24 de marzo de 2015

EL SEÑOR YE AMA LOS DRAGONES

Sala: Matadero (Naves del Español) Autor: Paco Bezerra Director: Luis Luque Intérpretes: Gloria Muñoz, Lola Casamayor, Huichi Chui y Chen Lu  Duración: 1.05'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Lola Casamayor y Gloria Muñoz en una escena antológica.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Los presagios eran todos favorables. Bezerra y Luque ya habían hecho juntos un encantador juguete moral titulado La escuela de la desobediencia. Los firmantes de vestuario e iluminación, Elisa Sanz y Felipe Ramos, son valores de referencia. Lola Casamayor y Gloria Muñoz sueltas en el mismo espacio producen una cantidad de energía cuya liberación sólo es medible en bombas atómicas. No hay cosa menos previsible que los resultados de un montaje teatral pero, por una vez, los presagios se confirman y, como siempre que se produce la feliz concordancia de los elementos, el resultado parece arte de magia.


    El señor Ye es, en primer lugar, una fábula moral. Sencilla y directa, como deben serlo las fábulas, y admirablemente bien dialogada. Luque la ha engarzado en la escenografía de Boromello, la ha rodeado de la música de Cobo y la ha coronado con los vídeos de Luna. Todo ello tan excelente como vestuario y luz de los ya citados. Y ha dirigido a las actrices con primor: brisas de realismo y ráfagas de sainete. Están las cuatro sembradas. Desde la discreta presencia de Chen Lu hasta las arrolladoras matronas compuestas por Casamayor y Muñoz, pasando por Huichi Chiu, que tiene el coraje de mantenerse neutra para que sus cargas de profundidad multipliquen la capacidad de choque. Lo pasé en grande. 

Y lo que no cabía allí:

La expresión "cuento chino" reviste en castellano una connotación negativa que a veces se acerca a "engaño" ("le dijo que era un buen negocio, pero todo resultó un cuento chino") o a “rodeo”, “milonga”, “bomba de humo” ("no me vengas ahora con cuentos chinos"). Parece que a nuestra mentalidad occidental -más bien cuadrada, directa, carente de sutileza- estos delicados bombones rellenos de moraleja le parecen demasiado sofisticados. Fíjense en la contundencia de lo que podría ser su equivalente en la codificación popular de las máximas morales: el refranero. Una frase, y a correr. 

SI NO ES UN NEURÓTICO, SÁLTESE ESTE PÁRRAFO

Este señor Ye es en la sabiduría popular china un señor que amaba los dragones. ¿Amaba los dragones o amaba a los dragones? Si se les ha planteado la duda, propia de los hablantes de esta
lengua en la que los objetos directos pueden ir precedidos por la preposición a, y aún más de quienes hablan, además del castellano, otra/s lengua/s romance/s, tranquilícense, no están locos. La norma es de una elasticidad tal, que yo diría que no existe norma. Vean el punto 1.2.e de esto que dice la RAE. Como creo que los dragones no son animales domésticos, normalmente (sic) no deberían llevar preposición. Aunque a mí el cuerpo me pide la a, y no soy el único. Si se les ha ocurrido pinchar el enlace a la información práctica de la Guía del Ocio, verán que el título se reproduce SIN a, pero que la dirección web es CON a. Esta misma tarde he oído un comentario en la radio, y el presentador decía "ama A los dragones". En fin, un pollo. Yo hablo aproximadamente 2'4 lenguas romances (1+0'8+0'6) y tengo el régimen preposicional hecho unos zorros, pero en ningún caso se me habría ocurrido escribir la frase sin preposición. He trasteado un poco en Google. Animal doméstico: gato. "Ama los gatos", 26.100 resultados. "Ama a los gatos", 138.000. Animal no doméstico: pez. "Ama los peces", 6.710. "Ama a los peces", 67.200. Sin embargo, "lagarto" se comporta al revés. No veo solución.

VUELTA A LA FUNCIÓN

Volvamos a la cordura. Este señor Ye amaba tanto (a) los dragones que el rey de los bichos llameantes terminó por enterarse y decidió hacerle una visita. Al encontrarse delante un enorme dragón real (en ambos sentidos del adjetivo) al señor Ye le dio tal tantarantán que enloqueció. La moraleja del asunto es que este hombre no tenía ni idea de lo que era un dragón en realidad y que su tan cacareado amor sólo se sustentaba en el desconocimiento. Es, por tanto, una historieta que avisa de los peligros de conocer la verdad. Xiaomei (Huichi Chiu) se lo advierte a Magdalena (Gloria Muñoz) antes de desvelar el pastel. Por cierto: he consultado a los dueños de mi restaurante chino de cabecera, y resulta que, en efecto, el cuento es muy popular. Vamos a desarrollar un poco algunas de las cosas que dije en la crítica en papel.


Casi nunca les pongo material gráfico promocional,
pero éste merecía la pena.
Uno.- Al primer golpe de vista, la escenografía de Monica Boromello es una preciosidad. Pero hay más cosas que decir. Es predictiva, algo siempre arriesgado. Hay maneras de anunciar al espectador la duración y, hasta cierto punto, el recorrido de una función. La más obvia es que el programa de mano diga duración: 1 hora 5 minutos. Uno de los muchísimos estudios de percepción pendientes que podría hacer alguna universidad americana –cuentan los viajeros que allí las universidades tienen recursos- consistiría en investigar cómo cambia la apreciación si uno sabe (o no sabe) de antemano cuánto va a durar una historia. Desde luego, cambia. Saberlo permite al espectador, si tal es su intención, estar más atento al desarrollo estructural. Parecería la opción del tipo analítico. No saberlo, privilegia que los efectos narrativos se absorban con mayor espontaneidad. Para el tipo intuitivo.

Pero el director de escena puede forzarnos a todos a ser conscientes, en mayor o menor medida, de cuál es el desarrollo temporal/formal previsible. Ojo: con resultado, la mayor parte de las veces, deplorable. Eso ocurre, por ejemplo, en Los miércoles no existen, una comedieta cuyo éxito me sigue pareciendo incomprensible. Los títulos de los fragmentos que la componen están escritos en una pizarra al fondo de la escena, y los actores los van borrando según se representa la escena correspondiente. Efecto destripador. Hace un tiempo, los estupendos Rodolfo Cortizo y Eva Lasheras se atrevieron con un texto imposible (La extracción de la piedra de la locura, de Alejandra Pizarnik). La actriz largaba el monólogo rodeada por los objetos con los que iba a interactuar, uno por uno, a lo largo de la pieza. Al tercero, el espectador ya se percataba de lo que ocurría, era prácticamente como si se hubiera dispuesto un contador hacia atrás que indicara el tiempo que quedaba. Efecto destripador.


Iba todo esto a que la escenografía de Boromello es predictiva. Son tres espacios a tres alturas, rodeados por una larga pasarela. Lo primero que el espectador predice es que nadie saltará del primero al tercero (o viceversa), aunque sean adyacentes: que para esos trayectos habrá que dar una generosa vuelta al escenario recorriendo la pasarela entera (y volveremos sobre ello). Pero la predicción más relevante se la provoca la escenografía en connivencia con la proyección en la pantalla superior (proyectan la palabra “Infierno” para el primer acto) y con el estilo narrativo. Esto es lo que tiene un buen artefacto teatral: que todo está orgánicamente vinculado con todo. Nuestros mecanismos mentales, con el fondo de predilección de nuestra cultura por las cosas divididas en tres partes (Dumezil dixit), se ponen a sumar la probabilidad –vistos los precedentes desde, al menos, Dante- de que a “Infierno” le sigan “Purgatorio” y “Paraíso”; el aire de fábula que todo lo impregna (gracias, también, al vídeo y la música); la sugerencia de los tres niveles… Y ya estamos convencidos de que esto será un cuento chino –o sea, una moraleja- (género) y que estará dividido en tres partes (estructura). ¿Sufre la función por este motivo? ¿Lastra este conocimiento a priori de la estructura el disfrute de su desarrollo? Nones. ¿Por qué aquí no y en Los miércoles no existen sí? En parte, porque aquí lo que hay es apuntarse a un estereotipo preexistente, exactamente igual que cuando decimos "Érase una vez..." y seguimos después contando que los pretendientes de la princesa eran tres. Algo que al receptor siempre le encanta (lo del estereotipo, no lo de los pretendientes). Pero sólo en parte. Sobre todo, por los factores inefables que hacen que el teatro sea un arte, y no una ciencia. O sea, porque está bien hecho. 

[He dudado mucho, pero al final he decidido no ponerles la única foto que encuentro rodando por ahí en la que se aprecia la escenografía completa. Es evidentemente robada, y cualquiera sabe si a los interesados les haría gracia verla dar más vueltas. A ver si en los próximos días aparece algo que pueda reproducir]

Gloria Muñoz es mucha Gloria
Muñoz. ¿Han visto el peinado?
No hay créditos de caracterización
en el programa.

Dos.- Decíamos que también los garbeos por la pasarela eran previsibles al primer vistazo. Alguien recordará aquel espantoso inicio (presagio de todos los males) del Tito Andrónico de Lima, en el que uno de los intérpretes daba una interminable y previsible vuelta a la escenografía. Esto es parecido. Sólo que aquí la iluminación de Ramos (Ramos, como me señala amablemente Boromello, y no Yagüe, como escribí inicialmente), la música de Luis Miguel Cobo y la simpar Gloria Muñoz consiguen uno de los arranques más espectaculares vistos en Madrid en los últimos tiempos. Es tan redondo que temí intensamente -sin motivo- que lo que siguiera no estuviera a la altura. Podría estudiarse como ejemplo en la asignatura Arranques de Espectáculo en la licenciatura de Dirección de Escena. Ah, que no existe la asignatura, perdonen. El avance, ora vacilante ora decidido, de Magdalena es subrayado por la luz, que la sigue, y por una música cinematográfica que no se sabe bien si es dramática o paródica. No se sabe bien, porque no debe saberse: toda la función está entre el drama de verdad y la parodia del drama. Es otra de sus virtudes: que nos hace oscilar entre la participación de la piedad y el distanciamiento de la risa. Todo esto, sin dejar de lado que -probablemente- el efecto es inalcanzable si uno no cuenta con Gloria Muñoz.

Tres.- Un apartadillo para algo que no se puede explicar. Cómo nos gusta a los críticos hablar de lo que no se puede hablar, y que Wittgenstein se meta donde lo llamen. Escenografía, utilería, vestuario, vídeo, iluminación, música (y caracterización, que no está firmada en el programa de mano, pero que brilla por todo lo alto en el cardado de Magdalena). Todo eso conforma lo que suelo llamar envoltorio (ustedes me dirán si se les ocurre mejor término). Aún hay que añadir otro elemento externo: la imagen gráfica (programa de mano, cartel) que, muy frecuentemente, nada tiene que ver con el resto. En El señor Ye la coherencia (y eso es lo opinable, pero no explicable) de todos estos elementos es tal que podría estudiarse como ejemplo en la asignatura Envoltorios Coherentes de la licenciatura de Dirección de... huy, perdón. Esto sólo quiere decir una cosa: que Luis Luque es un tipo con un gusto exquisito. Desengáñense si creen posible otra explicación: los esfuerzos sumados de tanto creador jamás dan un resultado convergente si no hay alguien con una idea muy clara para orientarlos. 


Cuatro.- A Huichi Chiu la vi en un desastre que se tituló El banquete. Algo me pareció apreciar, pero el papel era muy breve y el contexto no ayudaba nada. En esta historia es fundamental que no sepamos qué palo juega hasta los ultimísimos minutos. No debe dejar traslucir si quiere ayudar, si quiere vengarse o si, simplemente, va a liarla. No deja traslucir nada. Pone unas estupendas caras de piedra, contrapunto a la nerviosa gesticulación de las dos matronas. No hay que perderla de vista.

Cinco.- Creo que termino con esto. Hablaba en la crítica en papel de realismo, de sainete y de fábula. Sumen al campo semántico fábula algunas dosis de ominoso simbolismo (la crisis y la niebla que se abaten sobre el mundo y de los que da cuenta el televisor de Amparo) y tendrán las piezas del rompecabezas que Bezerra y Luque han armado. Es admirable que casen.

Si tuviera un rato me explayaría un poco sobre Lola Casamayor y Gloria Muñoz, pero en nada tengo que ver a Charo López (vaya tres nombres en el mismo párrafo) y luego tengo obligaciones familiares. Otra vez será. Vayan a verlas, y saquen rápido las entradas que deben de estar volando.
P.J.L. Domínguez