Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Andújar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Andújar. Mostrar todas las entradas

domingo, 2 de abril de 2017

FURIOSA ESCANDINAVIA

Sala: Teatro Español Autor: Antonio Rojano Director: Víctor Velasco Intérpretes: Sandra Arpa, Irene Ruiz, David Fernández "Fabu" y Francesco Carril Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)


Fabu, Carril, Arpa y Ruiz
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

BRUMAS

Al crítico se le piden certezas. ¿Qué provecho encontraría el lector en un “no sé yo qué decir”? Se le veda así lo que suele considerarse una postura más inteligente, la de salir, como suele decirse, con más preguntas que respuestas: el teatro como medio para generar la duda, la incertidumbre que el espectador resolverá como pueda en un proceso de maduración personal.

    Uno es espectador antes que crítico y, por más certezas de oficio que se imponga, a veces el sentido común le aconseja la indecisión. Eso me ocurre con Furiosa Escandinavia. Creo haber entendido a dónde quería llegar; no estoy muy seguro de saber si ha llegado. 

El texto de Rojano es potente y da enorme juego escénico. Cuenta –o enreda- la borrosa historia de tres parejas entremezcladas (con dos miembros perdidos, quizá en Noruega): amores en estado de derribo y pastillas para reconstruir recuerdos. Velasco ha exprimido a conciencia las posibilidades de la excelente escenografía de Alejandro Andújar hermosamente iluminada por Lola Barroso. También ha encontrado el lugar interpretativo en el que ubicar estas brumas, pero creo que se excede en las licencias: los gritos de Arpa, por ejemplo. Me gustó Carril, un actor que parece ir creciendo. A ratos se me hizo estupenda, a ratos… no sabría. Seguiré pensando, a ver si maduro.


Y alguna cosilla que no cabía allí:

La vi apenas estrenada, hace semanas. La perplejidad me duró bastante. Hasta que me encontré en la puerta de otro teatro a JL, que me dijo "¡es que no se entiende!". Verán, JL no es el observador recién llegado que mira un Pollock y dice "esto lo puede hacer mi hijo de cuatro años". Aunque algún día les contaré que mi aprecio del arte contemporáneo ha vivido un viaje de ida hasta lo sagrado y vuelta, y que estoy esperando que alguien, de un momento a otro, escriba la gran exégesis de la creación desde las vanguardias incorporando esta apreciación al corpus de hipótesis a tener en cuenta. Pero volvamos al hilo, que me dan un día de fiesta y me pirro por enrollarme. JL ve muchísimo teatro y sabe muchísimo de teatro. "No se entiende" no quiere decir que no sepa perfectamente lo que ha ocurrido desde, al menos, Jarry. 

Me puse a pensar en lo que había dicho, y tiene razón. Furiosa Escandinavia riza en exceso el rizo de jugar al despiste. Entre la estructura a golpe de flash-back y la pastilla reconstruyememoria que la protagonista se chuta, no hay modo de saber si uno debe seguir el hilo que se le propone o simplemente le están haciendo saltar de engaño en engaño. Esto, por sí solo, no la descalifica. Me viene de pronto a la memoria Raíces trenzas, que se parecía un poco en lo de centrifugar en todas direcciones las líneas narrativas. Pero se salvaba más airosa por el lirismo y por el antirrealismo en la escenografía y la interpretación. Furiosa Escandinavia parece animar al espectador -por el realismo escenográfico e interpretativo- a descifrar lo que está ocurriendo, cosa imposible.

No sabría decir, viéndola una sola vez, si esto es achacable ya al texto en origen, o si es la puesta en escena la que ha añadido aún más confusión. Si tuviera que apostar, diría que es un texto muy difícil de poner en escena, pero que podría hacerse mejor, quizá de forma completamente opuesta a la aquí planteada. Velasco ya dirigió antes, y bien, una historia rara, aunque menos rara que ésta. El realismo que le funcionó con El chico de la última fila no aguanta aquí más dosis de rareza. 

Por cierto, las dos estrellas que le pongo en Metrópoli son un error, probablemente mío. Debían ser tres.
P.J.L. Domínguez
          

jueves, 8 de diciembre de 2016

PREMIOS Y CASTIGOS

Sala: Teatro de la Abadía Autor y director: Ciro Zorzoli Intérpretes: Mamen Duch, Carolina Morro, Jordi Oriol, Marta Pérez, Carme Pla, Albert Ribalta, Jordi Rico, Ágata Roca y Marc Rodríguez Duración: 1.20' 
(la función ya no está en cartel)


La foto de David Ruano no es del escenario de La Abadía, pero nos sirve. Son Mamen Duch, Carme Pla, Jordi Rico, Ágata Roca, Jordi Oriol (detrás), Albert Ribalta (delante), Marc Rodríguez y Marta Pérez. Falta Carolina Morro.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

 T de Teatre no es una compañía que se quede parada mucho tiempo en el mismo sitio. Por mencionar lo más reciente, después de Jet-lag, una sit-com televisiva que duró seis temporadas, atravesaron las regiones de Sanzol (Delicadas, Aventura) y Pau Miró (Dones com jo). El salto al planeta Zorzoli da la medida de sus ganas de aventura.

    Zorzoli cosechó un éxito estrepitoso en 2011 con Estado de ira, desternillante retrato de una compañía que debe adiestrar a la sustituta de la primera actriz en un montaje de Hedda Gabler. Premios y castigos es otro ejercicio metateatral que bucea en las relaciones entre la verdad y la verosimilitud, la realidad y la ficción, mostrando los ejercicios de interpretación de un grupo de actores. No hay un relato completo que preste una estructura de soporte, como era el caso del Ibsen mencionado. Sólo hacia el final, en el momento oportuno para ofrecer al espectador un hilo narrativo al que agarrarse, aparece un dramón rural uruguayo (Barranca abajo) cuyo texto se larga entre innumerables trompicones. Quizá por eso el aspecto general es más conceptual y menos amable. Pero la formidable pericia de los intérpretes y la sutilísima trama de interrelaciones entre los personajes consiguen armar un espectáculo excelente partiendo de una idea que haría temblar a cualquiera.  

Y lo que no cabía allí:

Como sucede a menudo, mi recuerdo de Premios y castigos ha ido variando a medida que pasaba el tiempo. A mejor. Lo decía en la crítica reproducida más arriba, pero no sé si la idea central quedaba suficientemente resaltada. La repito. El procedimiento es, en lo esencial, el mismo que en Estado de ira. Pero sin armadura narrativa. Allí, a trompicones y entre carcajadas, se reproducia la peripecia de Hedda Gabler. Aquí no hay tal apoyo. Se trata de un grupo de actores que salta de uno a otro ejercicio de interpretación, y esa ausencia de dramaturgia macro acaba pesando un poco. Así que, aunque mi consideración global por la pieza era buena y ahora es mejor, me parece -es sólo es una conjetura- que habrá gustado más a todo el que tenga que ver con el teatro que al público en general. Yo, que soy un cobarde, habría metido Barranca abajo antes.

¿Por qué habrá gustado más a "la profesión"? Primero, porque va precisamente de eso, y a todos nos engancha más lo que nos toca. Segundo -y en esto es posible que esté yo minusvalorando al público general- porque el aprecio de la dramarturgia micro apuntalando una función sin narración exige un metagusto de cierta sofisticación. Tercero, sobre todo, porque toda la pieza es un merodear constante alrededor de lo que la interpretación es o no es, con todos los personajes buscando -y reclamándose unos a otros- más verdad en las actuaciones. Nada más y nada menos que la cuestión central del teatro.

Pocas cosas más difíciles para un actor que encarnar a un actor que está actuando. Casi siempre, el remedo de actuación es la caricatura de una mala actuación. ¿Cómo hacer una buena interpretación de un actor haciendo una buena interpretación? ¿Cómo distinguirá el espectador el trabajo real del actor real del trabajo fingido del actor representado? Es una paradoja sin fin, un juego de espejos. Lo pensaba ayer viendo a Manuela Paso en La noche de las tríbadas, sin sospechar que hoy me pondría - por fin- a escribir sobre Premios y castigos, que, de principio a fin, no es otra cosa. Sólo se podía sostener sobre nueve estupendos intérpretes. Mencionaré primero a Carolina Morro para hacer un poco de justicia poética: tiene un papel mudo y lo borda. Es el último mono, entre regidora y asistente, y ya coloca la función en atmósfera antes de que comience, con su presencia fastidiada y rebotada en el escenario. Andújar ha acertado con la escenografía y el vestuario, pero me quedo con lo que le ha puesto a Muleta (así llaman todos al personaje): una cosilla vaporosa con mucha pierna vista que contrasta con la rigidez del resto del vestuario y subraya que a esta pobre la tienen con rancho aparte y sugiere una sensualidad espontánea frente a la gestualidad actuada y compuesta del resto. Me he vuelto loco buscándola en red, y nada hasta dar con Karolina Morro (con ka). Me temo que este curriculum está obsoleto, pero algo es algo. Es también la asistente de dirección. A ver si la vemos hacer otras cosas.

Ordóñez ha glosado mejor de lo que yo lo haría por dónde van los demás. A Ágata Roca la vi estupenda en Barcelona en Els veïns de dalt , en el papel que luego hizo en Madrid Candela Peña en Los vecinos de arriba. Allá donde Peña apenas pudo contra una dirección morosa, ella quedaba bastante más airosa. Con esas caras de mirada transparente que pone se cree uno cualquier cosa que diga. No sabría con quién quedarme del resto, todos están para comérselos en más de un momento. Citaré sólo a Jordi Oriol (otro del que apenas encuentro rastro en internet), que no estaba en la versión comentada por Ordóñez. También para comérselo.
P.J.L. Domínguez
          

martes, 11 de febrero de 2014

EL CABALLERO DE OLMEDO (PASQUAL)

Sala: Teatro Pavón Autor: Lope de Vega (versión de L. Pasqual a partir de F. Rico) Director: Lluís Pasqual Intérpretes: Laura Aubert, Javier Beltrán, Paula Blanco, Jordi Collet, Carlos Cuevas, Pol López, Francisco Ortiz, Mima Riera, Carmen Machi, David Verdaguer y Samuel Viyuela González Músicos: Pepe Motos y Antonio Sánchez Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Francisco Ortiz (el malo), Pol López (el gracioso), Javier Beltrán (el chico) y Carlos Cuevas (el amigo del malo).

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Echando un vistazo a la cartelera de los últimos meses, estaría tentado de decir aquello de que los clásicos viven un gran momento: tradicionales, caribeños, infantiles, vanguardistas... Echando un vistazo a este montaje de Pasqual, que junta sobre las tablas a la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico y a la Kompanya del Teatre Lliure, diría lo mismo.


    Como en el flamenco, las sillas rodean el escenario desnudo, salvo por una pantalla al fondo. Como en el flamenco, toda la compañía observa desde su asiento las actuaciones de los demás. Falta sólo que jaleen. También hay flamenco-flamenco, con dos músicos de excelente rendimiento dramatúrgico. Pero las dosis no exceden de lo que podríamos llamar acompañamiento de la narración (tango incluido). 

La puesta en escena, salvo por estas licencias musicales y un par de discretas proyecciones, es puro texto e interpretación. Parece un taller de actores, pero sin el aroma final a taller que arruina tantas funciones. Los jóvenes actores muy en su sitio, sin excepción. Muy bien los protagonistas, Riera y Beltrán, y el gracioso, Pol Lopez. Espectacular Francisco Ortiz, al que ayuda el agradecísimo papel de supervillano. La Machi ya se sabe que no es de este mundo. Sustituye a la Sardá, y merecería la pena pagar dos entradas por verlas a las dos.

Y lo que no cabía allí: 

1.- La vi el domingo 9, y ya colgaban en taquilla carteles de "no hay entradas" para la semana siguiente. Carteles plenamente justificados, porque es una deliciosa función de Pasqual con un elenco joven en estado de gracia. Estaría tentado de decir aquello de que los clásicos viven un gran momento, decía en la crítica impresa respecto a los últimos meses. Pero es que en el momento en que escribo están en cartel, además del Caballero de Olmedo, La vida es sueño: el bululú, El lazarillo de Tormes, El pretendiente al revés, El buscón, La cena del rey Baltasar, El examen de los ingenios, Desnudando a los clásicos, Yo Quevedo, El perro del hortelano, Ensayando Don Juan y La vida es sueño. Todo más o menos literal o inspirado en el Siglo de Oro. Algo pasa.

2.- Sí, hay bastante flamenco, pero no es un espectáculo flamenco. Olviden cualquier recuerdo que tengan por ahí de óperas flamencas o similares. Tal y como se podía ambientar con Blonde Redhead, como hizo Vasco con otro clásico, o con lo que fuera, Pasqual ha optado por el flamenco, integrando a los músicos en la dramaturgia: interactúan ligeramente con quienes les rodean, detienen la acción con sus intervenciones... Se podía haber dado un batacazo de cuidao, porque el flamenco tiene una expresividad tan intensa que tiende a comerse todo lo que le rodea, pero le ha salido bien. Cuelan también los momentos en los que actores cesan de interpretar (es una convención, por supuesto, siguen interpretando como si no interpretaran) y la Machi (luego le tocará a la Sardá) se dirige al público. En el colmo de la licencia, se anuncia un tango, y David Verdaguer lo canta con texto con Lope. Y esto que, contado así, parece horroroso (Lope, flamenco... ¡un tango!) pues va, y también cuela, demostrando otra vez que en un escenario se puede hacer cualquier cosa que a uno se le ocurra, si se sabe encajar. A Verdaguer le bastan unas pocas líneas de texto y el tango para demostrar que es un actor con carácter. Tiene un físico y una mirada a los que les sentarían bien papeles de hombre atormentado. Creo yo, que estas cosas... Luego hace un musical cómico y resulta que está estupendo. También Viyuela se hace notar con poquísimo texto.



3.- La escenografía de Azorín es de ésas que parece que no están, pero está. Se da uno cuenta cuando las lámparas suben (lo siento, no hay foto). La pantalla de vídeo da menos juego que la que tiene puesta en Julio César. Si recuerdo bien, apenas se usa para indicar el sol refulgente de la corrida y la luna llena de la tragedia nocturna. Pero está bonita en esos momentos, aquí encima tienen una foto. Al vestuario de Alejandro Andújar le pasa lo mismo que al aire general de la función: está a un paso de parecer un taller de actores, pero afortunadamente se detiene unos centímetros antes y funciona.

4.- Como les digo a menudo, es difícil que los elencos numerosos estén equilibrados. Casi siempre hay alguien que cojea o que, simplemente, no pilla el registro general. Aquí no hay tacha, todo el mundo está bien. Además de los tres protagonistas, también los siguientes en relevancia: Doña Leonor (Paula Blanco) y Don Fernando (Carlos Cuevas). Aunque mis descubrimiento de la función son Pol López (ahí es nada, haciendo de gracioso con acento andaluz y no cansa) y Francisco Ortiz, un tipo con mucha fuerza. Por cierto: no hacía falta quitarle la camiseta, queda un poco forzado. Miren la multa que le ha caído a Jona.

5.- La Machi, ay la Machi. Tenía unas ganas locas de ver a la Sardá, a la que no he visto desde la gloriosa Bernarda Alba del mismo Pasqual. Luego sale la Machi, y es como si se le apareciera a uno la Virgen (mutatis mutandis). Se queda uno como cuando le preguntaban si quería más a papá o a mamá. No sé si veré a la catalana cuando retome el papel, pero puedo decirles que a la madrileña da gloria verla pasearse por el escenario, y por el papel, como Pedro por su casa. Que no se me ofenda ninguna de las dos, que todos somos muy raros para estas cosas, pero la veo yo de la raza de la Velasco: exactamente igual de eficaces con Shakespeare que con Guillermo Sautier Casaseca.

Nota final: me extraña tener que decir esto de vez en cuando. No puedo entender, por su propio interés, que haya actores / actrices jóvenes imposibles de encontrar en la red. Sobre todo si tienen actores homónimos (!).


P.J.L. Domínguez
           

sábado, 11 de mayo de 2013

ESPERANDO A GODOT


Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Samuel Beckett (versión de Ana María Moix) Director: Alfredo Sanzol  Intérpretes: Miguel Ángel Amor, Paco Déniz, Juan Antonio Lumbreras, Juan Antonio Quintana y Pablo Vázquez. Duración: 1.55'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Juan Antonio Lumbreras, Pablo Vázquez y Paco Déniz.


Cuando no se está de acuerdo con Marcos Ordóñez, mejor pensárselo dos veces. Ya me lo he pensado. El Godot de Sanzol no me gusta, a pesar de la excelente versión de Ana María Moix. Para que tengan más opiniones a mano, les pongo abajo del todo los enlaces a las críticas de Ordóñez (a favor) y Verdú (en contra).




Parece que ambos están de acuerdo en contra de la escenografía de Andújar. Un tipo versátil que, por ceñirnos a lo más reciente, ha hecho cosas tan distintas y tan logradas como el Dani y Roberta de Gual, la Orquesta de señoritas de Pérez de la Fuente o (con Esmeralda Díaz) la hermosísima Vida es sueño de Pimenta. Esta vez ha forrado la caja escénica del Valle-Inclán con una gasa de un azulón luminoso (no encuentro una sola foto que dé idea del color). Yo diría que ha dejado abierta toda la altura (o casi) que da la boca del escenario. Así que el espectador ve esa caja azul que se prolonga hasta muy, muy arriba. En algún punto de esa descomunal altura la vista se topa con un bosque de trusses que sostiene una infinidad de focos de distintos tipos (decimos "truss" para no decir "vigas tridimensionales de celosía" o algo peor, les he puesto una imagen para que me entiendan). Dice Ordóñez que parecen prisioneros en un colegio mayor donde acabara de celebrarse un congreso. Es verdad, pero es que ¿no podrían estarlo? Me parece que Andújar ha rodeado la acción con un contenedor que podría parecerse al auditorio de un colegio mayor o al San Carlos de Nápoles, da igual, porque no de deja de ser una preciosa caja que guarda una perla rara. Esta sensación se acentúa porque la escenografía a ras de tierra -el árbol, el sendero- se pliega perfectamente a las convenciones que suelen usarse para representar la pieza. A mí, la caja me gusta. El vestuario, también de Andújar, impecable.



No tengo objeciones a la interpretación, más bien al contrario. Sanzol ha procurado darle un tono divertido a todo lo que ha podido, y no me parece un enfoque errado a priori. Los actores están bien seleccionados para eso. Juan Antonio Lumbreras borda ese registro liviano, un poco de chiquilicuatre juguetón (hacía casi lo mismo en El inspector, el único intento conseguido sólo a medias que le he visto a Del Arco). Paco Déniz da perfectamente el estereotipo de hombre grandote y bienintencionado. Ambos casi en papeles de carácter. 


La expresión "de carácter" se presta a constantes equívocos, he encontrado por ahí hasta una definición que deja al actor de carácter en "el que representa papeles de personas de edad". En realidad, se trata de la oposición entre un papel complejo, en el que un personaje muestra las variadas facetas de una personalidad retratada en su poliedria, y otro que se centra un uno sólo de los aspectos que lo definen. Como los enanitos de Blancanieves: éste siempre gruñe y el otro siempre tiene sueño. Los papeles de carácter se encuentran entre los secundarios del teatro clásico (el gracioso, por ejemplo), pero también entre los principales: Don Diego, el lindo, es vanidoso por encima de todo. Tartufo es fundamentalmente hipócrita. Etcétera. Y el resultado final de muchas obras de vanguardia, al menos desde el Ubú, que reducen al personaje a una especie de marioneta de madera, es también parecido. No está mal, por este último motivo, que Vladimir y Estragón, Lumbreras y Déniz, sean más bien unidimensionales en esta versión de Sanzol. Pozzo se ha planteado con mayor riqueza de registros, así que Pablo Vázquez (el de la foto) tiene más posibilidad de lucimiento. La aprovecha.


Juan Antonio Quintana está simplemente maravilloso. Maravilloso en toda la gestualidad del decrépito, exhausto e imprevisible Lucky, y maravilloso en el monólogo -cumbre del teatro del absurdo- que casi me tira de la butaca a base de carcajadas. En la foto, lo tienen caracterizado de Nono en una Noche de la iguana más bien mediocre, creo que de 2007, de la que salía indemne. Lo mejor de la función, con diferencia, era su famosa poesía final: Con qué serenidad la rama del olivo...

Vázquez, Déniz y Quintana.

Buena versión, buenos escenografía y vestuario, buena iluminación (de Pedro Yagüe), buena interpretación... ¿Qué es entonces lo que no va?, se preguntarán. Verán, Beckett sólo se sostiene en equilibrio.  Exige una escrupulosa medida de parlamentos, silencios, gestos... que aquí no he visto más que muy aisladamente (en ese sentido, me parece mucho más becktiano el Strindberg de Cortizo, ahora en cartel). Por ejemplo: Pozzo hace restallar el látigo, Vladimir deja caer el sombrero... y habla. Quince segundos de malabarismo teatral, milimetrado. Se supone que todo debe ser así. Sí, es un currazo infame, pero no hay más tutía. Además, se han estirado bastante los tiempos, a veces con elementos gestuales (silencios para voltear los ojos, pelea rodando por el suelo), de manera que mi función duró una hora y cincuenta y cinco minutos. Tras un vistazo a la red, confirmo mi primera impresión de que, normalmente, la función es bastante más breve. A mí, y a quienes me rodeaban, se nos hizo eterna, y bastante pesada a ratos. Lo dicho: el equilibrismo tiene que ser constante y patente, si no, no hay nada que hacer.